COVID-19

Aplanar la curva de la recesión: ¿lo estamos haciendo bien?

Fotografía de SPENCER PLATT | GETTY IMAGES NORTH AMERICA | AFP

01/04/2020

A los que nos ha tocado alguna vez vivir una larga noche de huracán, recordamos la angustia que se siente al no saber los daños que su paso destructor está causando en tu casa y sus alrededores. Similar angustia nos genera la pregunta de qué país y qué economía nos espera una vez que pase la emergencia aguda del coronavirus. ¿Tendremos empleo? ¿Cuántos establecimientos y cuántas fábricas tendrán la capacidad de reabrir? ¿Qué deberían hacer las empresas y sus dueños? ¿Están los gobiernos haciendo lo que deben hacer? ¿Cuánto durará la recesión? ¿Hay luz al final del túnel y cuán largo será? ¿Qué podemos hacer por los pobres del mundo? ¿Está dando la talla la Unión Europea? Los economistas tenemos la obligación social de hacer nuestro mejor esfuerzo para encontrar respuestas, por imperfectas que éstas sean. Aquí planteo unas pocas.

1. Modelos de predicción y sus dilemas

A estas alturas, sabemos que la crisis de salud desatada por el coronavirus tiene una potencia letal similar a la de la gran pandemia de 1918, la mal llamada gripe “española”, en la que murieron 40 millones de personas, un 2% de la población mundial. La recesión económica posterior se extendió por una década y creó el caldo de cultivo de los revanchismos nacionalistas y, finalmente, de la Segunda Guerra Mundial. Afortunadamente, el avance de la medicina y la capacidad de adoptar rápidamente medidas de contención social nos alejan hoy de ese escenario extremo de muertes. Se ha avanzado mucho, es verdad, pero cuesta entender que un siglo después todavía no tengamos cómo desarrollar vacunas en tiempo adecuado, ni un sistema sanitario con capacidad de respuestas de emergencia para el caso de pandemias. Una auténtica dejación de deberes de las sociedades avanzadas, que esperemos se remedie a partir del presente sacudón.  

Tampoco ha sido capaz la ciencia social de desarrollar una “vacuna” contra la recesión económica. Se entiende que la economía no es una ciencia exacta como para desarrollar una «vacuna» antirrecesiva de similar eficiencia a la médica, pero tantos ejercicios de ensayo y error en las actuaciones de los gobiernos no parecen justificables a estas alturas.  Pero aquí tampoco sería justo afirmar que sabemos hoy tan poco o estamos cometiendo los mismos errores que se evidenciaron durante la Gran Pandemia de 1918-1920 y la Gran Recesión de 1929-1932. No fue sino hasta que Franklin D. Roosvelt asumió la presidencia de los Estados Unidos en 1933 y puso en marcha el “New Deal” –un paquete de medidas antirrecesivas y de estímulo económico–, que la economía mundial empezó a salir del largo túnel. Fueron estas lecciones aprendidas las que Estados Unidos aplicó en la crisis de 2008 y le permitieron salir de la recesión en poco más de un año. Lamentablemente, Europa no aprendió la lección y tardó casi cinco años en levantar cabeza, al punto de que el euro estuvo cerca de naufragar en 2012. ¿La habrá aprendido en 2020?

A los economistas nos gusta elaborar modelos para simular y predecir el futuro. Muchos de esos gráficos de curvas que vemos diariamente en los medios de comunicación con estimaciones sobre la posible evolución de la pandemia salen de adaptaciones de un modelo que, en 1927, desarrollaron dos epidemiólogos y bio-estadísticos escoceses (Kermak y McKendrick), basado en la experiencia de la Gran Pandemia. Cuando, en su muy citada declaración del 11 de marzo, Angela Merkel advertía que 70% de la población se contagiaría del coronavirus en varias oleadas, lo hacía en línea con este modelo. Si no estuviese disponible una vacuna en tiempo previsible y no se aplicase el confinamiento, ésta sería la cifra que permitiría una inmunización progresiva de la población mundial y el fin de la pandemia. 

Los resultados de las simulaciones que se han venido haciendo dependen muchísimo de qué medidas se tomen y con cuánta severidad respecto al distanciamiento social y paralización de la actividad económica. Dependen también de lo preparados que estén los sistemas sanitarios para atender la emergencia, de la disponibilidad de equipos y material de protección y, principalmente, del tiempo que tarde en estar masivamente disponible la vacuna. Haría una inmensa diferencia en términos de vidas humanas y de pérdidas de empleo que la vacuna estuviese disponible a comienzos de otoño de este año o que, por el contrario, estuviera a mediados de 2021. De ahí que las proyecciones de los modelos en cuanto a infectados, muertes y duración de la pandemia dependen de tantas variables y de tantas decisiones que hay que ser cuidadoso al dar cifras y tiempos que le hagan creer a la gente que la pandemia va a durar dos meses o 18 meses. La respuesta a la pregunta de cuánto va a durar esta situación es: depende.

Ahora bien, lo que sí dejan claros los modelos es que nos enfrentamos a dilemas muy duros a la hora de decidir qué hacer. Dilemas sanitarios, dilemas económicos y dilemas éticos. En ausencia de una vacuna en un plazo razonable, cuanta más gente se contagie e inmunice, más rápido termina la pandemia y antes se reanuda la actividad económica, pero a un costo de vidas absolutamente indefendible. Hay también un claro conflicto entre aislamiento social y actividad económica, entre salud y empleo: cuanto más severas y largas sean las medidas de distanciamiento social, mayor será el costo en términos de destrucción de empleo y recesión económica. Por otra parte, cuanto más severo el distanciamiento social y menor actividad económica, más necesidad habrá de relajar el distanciamiento social en algún momento, pero a riesgo de que sobrevengan segundas y terceras oleadas de contagios, porque poca población estará inmunizada. Lamentablemente, estos dilemas terribles a los que se enfrentan las autoridades no tienen forma de ser sometidos previamente al escrutinio democrático, a pesar de que pueden afectar la vida o muerte de millones de ciudadanos. Ésta es la hora de los políticos: en ellos recae la carga de las decisiones. Ya se encargarán después los electores de premiarlos o castigarlos por su actuación. 

Ante la incertidumbre de la disponibilidad de la vacuna, casi todos los países –excepto tristes excepciones como México o Brasil– han adoptado como norte de su política sanitaria-social el objetivo de “aplanar la curva” de la epidemia a través del distanciamiento social. Ésta es una política sensata. El criterio para definir el nivel donde se quiere aplanar la curva es el número de infectados que el sistema sanitario de cada país pueda manejar sin verse desbordado. De nuevo se presenta aquí un “trueque” o relación inversa entre calidad sanitaria y costo de paralización económica: cuanto mayor capacidad sanitaria tenga un país, menos severas y largas necesitan ser las medidas de distanciamiento social y menos empleos se pierden. En mi opinión, podemos albergar un razonable optimismo respecto a países bien organizados, los cuales van a lograr aplanar la curva de infecciones relativamente pronto. Mayo–junio pareciera ser el momento en el que –muy progresivamente– vayan reestableciéndose algunas actividades con las debidas precauciones. Muy distintos van a ser los tiempos en países pobres plagados de ineficiencias y donde la gente no se puede dar el lujo de quedarse en casa.  

2. ¿Qué tan grave será la recesión? 

Las medidas de distanciamiento social han colocado a la economía en un estado de “coma inducido”. La gran pregunta que flota en el ambiente es cuánto va a durar el coma y qué tan profunda va a ser la recesión económica. La gravedad de la recesión, en primer lugar, está en función directa a la severidad de las políticas de contención o distanciamiento social, ya sea porque el Gobierno suspende determinadas actividades que implican contacto entre personas o porque la gente prefiere aislarse por miedo al contagio. En segundo lugar, la magnitud de la recesión dependerá del tiempo que duren las medidas. Semana que pase un país bajo cuarentena, nuevos empleos que se pierden, nuevas capacidades productivas que salen del circuito económico. 

El efecto recesivo del distanciamiento social sucede en círculos concéntricos, afectando inicialmente a un primer grupo de actividades no esenciales y trasladándose luego hacia actividades más nucleares. Inclusive dentro de una empresa afectada por las primeras oleadas de restricción de actividad, los dueños intentarán preservar su viabilidad futura manteniendo al personal esencial en la esperanza de que la reapertura suceda pronto, hasta que el paso de las semanas hace que no sea sostenible mantener ni siquiera ese personal esencial. 

La recesión se reproduce en un doble frente: la demanda y la oferta. La demanda se derrumba porque, primero, cae el poder adquisitivo de los trabajadores despedidos y, segundo, porque desaparece la confianza de los consumidores, los cuales se inhiben de comprar ante la incertidumbre general. Y la oferta cae simplemente porque las fábricas o los establecimientos de servicios cierran, unos obligados por la Administración, otros obligados por la interrupción de las cadenas de suministros o por la baja demanda. Ambas caras de la moneda –demanda y oferta– se potencian y retroalimentan mutuamente. 

La puntilla que remata a las empresas y consumidores en épocas de recesión es el cierre del crédito bancario. Los bancos dejan de prestar o exigen devolución de créditos ante la perspectiva de una crisis que puede hacer inviable una empresa o insolvente un consumidor. Ni siquiera los bancos se prestan entre sí, porque no saben qué tan afectadas están sus cuentas por cobrar o cuánto se ha visto afectado su balance –su cartera de inversiones– por el derrumbe del mercado de valores. La desconfianza generalizada termina extendiéndose hacia el Estado, porque la caída de la recaudación de impuestos y la inmensa carga de prestaciones sociales de desempleo y salud afectarán gravemente la capacidad de la Administración de pagar sus obligaciones y también su capacidad de emitir nueva deuda a una tasa de interés razonable.

Ya están empezando a conocerse datos de la caída de actividad económica en el mundo, los cuales demuestran que está sucediendo a velocidad vertiginosa. En China la actividad económica en las zonas afectadas cayó un 40% en el primer trimestre de 2020. En Estados Unidos, solamente en la semana finalizada el 21 de marzo, apenas comenzando las medidas de distanciamiento social, 3,3 millones de estadounidenses se acogieron al paro. Se prevé que 14 millones de trabajadores hayan perdido su empleo a comienzos de junio, llevando la tasa de desempleo de un 3,5% hasta un 20%. Goldman Sachs estima que el PIB estadounidense caerá un 24% en el segundo trimestre de este año. En España, la caída del PIB del segundo trimestre se estima en un 14%. Son verdaderamente inéditas estas cifras de deterioro al inicio de una recesión. 

3. ¿Cómo aplanar la curva de la recesión?

La buena noticia dentro de este arranque brutal de la recesión es que esta vez parece que los gobiernos y los bancos centrales se han tomado en serio su responsabilidad de ponerles un paracaídas a las economías respectivas. Han anunciado su intención de armar paquetes de alivio que garanticen prestaciones de desempleo a todos los cesados por las medidas de distanciamiento social, que entregue ayudas directas a las familias y que les dé oxígeno financiero a las empresas para evitar cesaciones de pago y/o cubrir sus costos operativos. Los bancos centrales han prometido armar esquemas de compras de títulos que garanticen liquidez a los gobiernos para incrementar sus niveles de gasto y a los bancos para evitar la contracción del crédito. 

El mensaje que las autoridades fiscales y monetarias han enviado al unísono es que “harán todo lo que sea necesario” para sostener a flote a los trabajadores, a los hogares, a las empresas y a las administraciones públicas. Por poner apenas unos ejemplos, Estados Unidos ha aprobado un paquete de 2 billones de dólares (dos millones de millones), equivalente al 10% del PIB, Alemania ha prometido recursos por encima de los 750 mil millones de euros (21.3% del PIB), Francia por 350 mil millones de euros (14,2% del PIB), el Reino Unido por 350 mil millones de libras (15,8% del PIB), España por 200 mil millones de euros (15.7% del PIB).  A esto hay que añadir los programas de asistencia de liquidez, como el aprobado por el Banco Central Europeo por 750 mil millones de euros o el del Banco de Inglaterra por 200 mil millones de libras. Tantos ceros marean, pero si vemos lo que representan estas cifras centro del PIB, nos daremos cuenta de que son realmente extraordinarias. 

Como nadie sabe cuánto va a durar la emergencia sanitaria y las medidas de aislamiento, los paquetes aprobados apuntan a sostener la economía durante los próximos tres o cuatro meses. De continuar las medidas de contención más allá de ese plazo, nuevos fondos de emergencia tendrán que ser aprobados. “Lo que sea necesario” para preservar los signos vitales del paciente en coma inducido, han prometido los gobiernos.

Pienso que los montos hasta ahora aprobados son adecuados para esta primera ronda de aislamiento severo. Donde no me siento tan confortable es en los instrumentos y en los criterios de uso de los fondos. Los técnicos de los gobiernos están todavía atrapados en el patrón de pensamiento de paquetes de rescate del pasado. Pero esta vez es diferente. Ha sido el mismo Estado el que ha inducido el coma de la economía. Aparte de preservar condiciones de vida de las personas, el objetivo debe ser mantener vivos los empleos y las empresas. Esto va más allá de ofrecer liquidez a las empresas y los bancos a través de líneas de crédito garantizadas. Nadie va a poder devolver esos préstamos, de todas formas.  

El Estado debe asumir en la economía real el mismo papel que tradicionalmente asumen los bancos centrales en crisis financieras graves, el de “prestamista de última instancia”: suministrar tanta liquidez a las instituciones financieras como sea necesaria para atender todas sus obligaciones. Algunos economistas han acuñado el acertado término de “comprador de última instancia” para definir el nuevo papel del Gobierno en la economía real. La prioridad absoluta es garantizar el empleo y mantener vivas las empresas, cubriendo todos sus costes operativos, sin mayor requisito que mantener los puestos de trabajo. Las Administraciones tienen suficiente información para saber cuál es ese nivel de costes en cada empresa. Los empresarios tendrán que poner algo de carne en el asador, pero sin llegar al punto de forzarlos a cerrar las empresas. Lograr este objetivo es esencial para evitar el derrumbe total de las economías, porque nadie debe hacerse ilusiones de que las empresas se abren o cierran simplemente pasando una llave. Cuando las empresas cierran sus puertas, un alto porcentaje de ellas no es capaz de reabrir, con la consecuencia de que esa capacidad productiva y generadora de empleo desaparece definitivamente y el país se hace más pobre. El objetivo es que los pilares fundamentales de la actividad económica estén todavía en pie cuando pase paulatinamente la emergencia sanitaria. 

También debemos estar claros de que los programas aprobados no son programas de estímulo o reactivación de la economía, sino simplemente medidas de alivio. No podía ser de otra forma. Ya habrá después tiempo de poner en marcha programas de inversión en infraestructuras que revivan el crecimiento económico. Hay, sin embargo, una omisión inexplicable: la impostergable inversión en los sistemas sanitarios. La pandemia ha mostrado desnudo al rey. Décadas de infra inversión en infraestructuras de salud pública, en producción de insumos, en investigación y desarrollo, etc. han conducido a las carencias actuales. Una forma de aliviar la emergencia sanitaria en el corto plazo sería condicionar el apoyo a las empresas a su contribución con la superación de la emergencia. En función de las características de cada empresa, algunas pueden reorientar su capacidad productiva a fabricar material sanitario de protección o respiradores. Muchos hoteles vacíos pueden ser reconvertidos a hospitales de campaña o lugares de cuarentena, como ya se ha empezado a hacer. Las líneas aéreas pudieran redistribuir los enfermos hacia destinos con capacidad ociosa de atención. Es la misma lógica de las economías de guerra, donde las empresas se reorientan hacia el objetivo de producir material bélico. 

4. Llamemos al helicóptero sin olvidar a los pobres del mundo

¿Y de dónde va a salir el dinero para estos programas de alivio y luego para los programas de reactivación? Salvo dos o tres economías muy grandes y sólidas, entre las cuales ciertamente no se cuenta ninguno de los países del sur de Europa, los gobiernos no tienen forma de financiar esos programas por la vía ortodoxa de emitir deuda hoy y pagarla con impuestos futuros. Tampoco los mercados de valores están dispuestos a prestar a Administraciones insolventes. De tal forma que la única manera de financiar los programas es usando el privilegio reservado al Estado de crear dinero nuevo y repartirlo sin pedir nada a cambio. La forma más común y elegante de crear dinero es que el banco central le preste dinero al gobierno a través de la compra de títulos de deuda a bajísimo tipo de interés. Estos títulos, u otros que los sustituyan, permanecerán en los libros del banco central per secula seculorum o hasta que la inflación los diluya. 

Últimamente se ha popularizado la figura del “dinero de helicóptero” y la llamada Teoría Monetaria Moderna, que no es tan moderna como su nombre indica, pero que viene siendo reivindicada desde hace unos años por políticos de izquierda para justificar la expansión del gasto público. Su postulado central es que los gobiernos pueden incrementar el gasto y el déficit fiscal recurriendo al financiamiento del banco central, el cual puede crear dinero a discreción. Lo del “helicóptero” es una forma de hablar metafórica, porque a los efectos es como si el Estado se pusiera a lanzar dinero desde un helicóptero. La única limitante es la inflación que puede generar ese dinero “inorgánico” -es decir, no hermanado con el aumento de la producción-.

Curiosamente, los economistas ortodoxos (a excepción de los ordo-liberales alemanes y holandeses) están progresivamente aceptando la idea del dinero de helicóptero, porque no ven actualmente riesgo de inflación sino más bien un riesgo de deflación por efecto de la crisis del coronavirus. Yo concuerdo con esta posición. Esto quiere decir que los gobiernos pueden enfrentar la crisis sin tener restricción de disponibilidad de recursos, lo cual es una muy buena noticia para los ciudadanos. 

La “ortodoxia” monetaria no va a ser la única víctima de la crisis del coronavirus. También la concepción liberal del Estado, según la cual éste debe interferir lo menos posible en la vida económica, va a quedar hecha añicos. Vamos a volver a los tiempos del Estado grande e interventor, dueño de empresas, ese Leviatán que tanto fue criticado en las pasadas décadas. Cuando la crisis asociada a esta pandemia pase dentro de dos o tres años, tardaremos de nuevo lustros en devolver el Estado a un tamaño más razonable, que probablemente sea mayor al que tenía antes de la pandemia. Aquí también, nada será como era antes. 

Si ya el mundo ha aceptado que los programas de alivio van a ser gratis para los gobiernos y los ciudadanos, ¿podrá volar también el helicóptero sobre los países pobres? Se ha puesto de moda decir que el coronavirus ha igualado a pobres y ricos. Eso es una gran falsedad en el caso de los pobres de los países pobres. Primeramente, porque el número de contagiados y muertes será mucho mayor en los países pobres. Sus sistemas sanitarios no están preparados para atender la salud de la gente en tiempos normales y mucho menos lo están para hacerlo en estos tiempos de pandemia. Y, por otra parte, las medidas de distanciamiento social no van a funcionar en los estratos pobres. Para ellos, quedarse en casa es no poder comer, porque sólo en la calle encuentran su sustento diario. Entre morir de hambre o contagiarse, la elección es clara. No tienen los gobiernos capacidad ni financiera ni administrativa para implementar la red de protección social que le permita a la gente pobre quedarse en su casa. Aparte de que en sus casas viven hacinados. 

Y, segundo, porque los gobiernos de países pobres no tendrán financiamiento suficiente para los programas de alivio, y mucho menos gratis. Por un lado, la situación económica ya se les venía empeorando a causa de la crisis mundial, que ha repercutido en reducción de sus exportaciones, debilidad de sus monedas y fuga de capitales. Ya desde antes de la crisis del coronavirus, su capacidad de endeudamiento se ha visto reducida a nada. Y si se les ocurre sacar a volar su propio helicóptero, lo que lloverá es moneda local devaluada que no compra insumos médicos o alimentos importados, pero que sí genera alta inflación.

Estamos frente a la tormenta perfecta de una crisis humanitaria sin precedentes. Sé que no es fácil, pero la emergencia del coronavirus en sus países no debe llevar al mundo desarrollado a replegarse dentro de sus fronteras. Tarde o temprano, los impactos de la crisis sanitaria desbordada de países pobres de África, América Latina, Medio Oriente y Asia terminarán retroalimentando la epidemia en los países ricos. El G7, el G20 y los organismos multilaterales pueden hacer mucho para movilizar recursos hacia los países pobres, en su propio interés. También la solidaridad internacional.

5. El dilema existencial de la Unión Europea

Europa también necesita sacar a volar su helicóptero de dinero, como lo está haciendo el resto de los países, incluyendo China y Estados Unidos. El problema es que el helicóptero europeo, el BCE, es propiedad colectiva de los miembros de la Unión Monetaria Europea (UME). Ningún país individual puede forzar al BCE a que le compre los títulos de deuda con los que está financiando su programa de emergencia por el coronavirus. Éste es el fondo de la disputa entre el Norte y el Sur de Europa. 

Alemania, Holanda o Austria pueden teóricamente hacer frente a la emergencia por la vía ortodoxa de emitir deuda y recaudar impuestos; los países del sur de Europa, Francia incluida, no tienen holgura fiscal para hacerlo. Los 750 mil millones que ha prometido el BCE son para darle liquidez a los mercados financieros, no para mantener en respiración artificial a millones de empresas y trabajadores. Los recursos teóricamente disponibles a través del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) son, primero, totalmente insuficientes y, segundo, están sujetos a una condicionalidad que es inadecuada para enfrentar una crisis como la del coronavirus. Únicamente funcionaría alguna clase de bono común (coronabonos), cuyo servicio y repago correría a cargo del presupuesto europeo, o una ampliación suficientemente significativa del compromiso del BCE de comprar títulos de deuda de los países miembros. Al final, ambos mecanismos implican hacer un pote europeo común para atender la crisis, una solidaridad a la que está negada una parte de Europa.  

El helicóptero europeo únicamente puede salir a volar si todos los miembros se ponen de acuerdo.   Para ganar algo de tiempo, la Unión Europea ha eximido temporalmente a sus miembros del cumplimiento de los topes de déficit fiscal establecidos en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, pero más pronto que tarde se toparán con que nadie va a querer prestarles a tipos de interés razonables. 

¿Cómo puede sobrevivir la UE y su UME a semejante discrepancia? Este conflicto casi le costó la vida al euro en 2011-2012, hasta que el presidente del BCE, el italiano Mario Draghi, dijo que haría lo necesario para salvar la unión monetaria. ¿Tendrá de nuevo el BCE, esta vez bajo el mando de la francesa Christine Lagarde, que salvar a la UME in extremis comprando los bonos de Francia, Italia o España? Probablemente así sucederá, forzado por las circunstancias, pero no le auguro un buen final a una unión monetaria con discrepancias tan profundas y políticas fiscales tan divergentes. En principio no se le debería obligar a un país a sufragar los gastos de otros. Lo que sucede es que no estamos hablando de cualesquiera países, sino de miembros pertenecientes a una unión monetaria. La teoría y la experiencia nos dicen que sin un mínimo de solidaridad no es viable una moneda común. De acuerdo, ripostaría un economista alemán, pero primero que Italia o España hagan sus deberes y equilibren sus cuentas fiscales. Tampoco le falta razón, pero eso no va a suceder. Italia es Italia y España es España. El cuento de nunca acabar…

Lo cierto es que estas divergencias tienen paralizada a Europa. Baste ver la forma como se ha abordado la emergencia del coronavirus: ha sido un flagrante repliegue a los espacios nacionales de decisión, como si 70 años de integración europea no hubieran existido. Hasta las fronteras internas se han vuelto a levantar en clara contravención con el Acuerdo de Schengen. Cada quien se las está arreglando como puede para enfrentar la emergencia, una vuelta a la autarquía, cuyo principal responsable es Bruselas con su incapacidad de articular respuestas comunitarias. Una vez más, Europa se está jugando su futuro. En otras crisis ha sabido salirse relativamente incólume del lance. Apostemos a que suceda de nuevo. 

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¿Cómo prevenir el contagio?
La recomendaciones principales de la Organización Mundial de la Salud son:

  • Lavar las manos con agua y jabón con frecuencia, o usar gel desinfectante con una base de alcohol de al menos 60%.
  • Evitar tocarse la cara con las manos.
  • Cubrirse al toser o estornudar con la parte interna del brazo.
  • Evitar el contacto con personas infectadas.
  • Mantenerse al menos a un metro de distancia de otras personas en lugares públicos.
  • Desinfectar las superficies con las que se tiene contacto frecuentemente.

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Si usted ha viajado o ha tenido contacto con personas que hayan estado en países afectados, o presenta síntomas similares a los de la enfermedad, consulte a su médico.

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