COVID-19

Atención a la víctima

Fotografía de Federico PARRA | AFP

12/07/2020

El día amanece un poco nublado. Me disponía a hacer una de las caminatas más extensas, poco más de doce kilómetros, ida y vuelta. Camino desde Chacao hacia plaza Venezuela, llego a la avenida Urdaneta, a la altura del Banco Mercantil y avanzo en la semicuesta que caracteriza el empalme del centro de Caracas con el resto de la ciudad hacia el este. Me sorprende que muchas aceras estén limpias.

Me detengo en un puesto informal de venta de cigarrillos, una muchacha con una mesita está en un costado de la acera. Vende las marcas Vigo, Director, Belmont, Ibiza, King’s Club, Costero Blue, Reno Blue, Real (con una advertencia grande: smoking kills), American Best, Royal Five (fumar cigarrillos causa cáncer de laringe), Marble Menthol, Miller (extra suave), Toros 2005 (smoking harms you and others around you). La única marca que reconozco es Belmont. Lo que veo a la venta en el centro de Caracas, la economía informal, es el espejo de mano de la cultura del bodegón y sus marcas importadas.

Hay mucha gente caminando por las aceras. La mayoría lleva tapabocas. Llego a la plaza de la Candelaria. Está bastante limpia. Del costado opuesto a la avenida hay un Café Páramo, que se ha instalado, por lo general, en lugares exclusivos de la ciudad, veden buen café. Me desvío hacia la calle Guillermo José Schael, donde en una época los restaurantes españoles vivieron una apoteosis, una calle culinaria que hacía sentirlo a uno en España, en esta zona donde viven o vivían tantos españoles. Sigo el rastro de lo que en una época fue el tranvía y me vienen imágenes inventadas de un pasado en blanco y negro. Veo que sobreviven, con letreros de solo comida para llevar, el Guernica, La cita y Casa Farruco. Lo más probable, y esto son solo suposiciones, es que el declive circundante haya influido decididamente en lo que antes era una calle de gastronomía espectacular. Regreso hacia la plaza de la Candelaria.

Hay un viejo puesto de limpiabotas y veo que tiene un libro que reposa junto a los cepillos y betunes, Las confesiones de Nat Turner. Horas más tarde busco de qué va: “Basándose en un episodio histórico—el único intento de insurrección armada de los esclavos negros del Sur de los Estados Unidos anterior a la Guerra de Secesión— y en un breve folleto dictado en la cárcel por Nat Turner a su abogado, William Styron escribió en primera persona estas imaginarias confesiones de Nat Turner (Premio Pulitzer 1968), desde el punto de vista del protagonista, es decir, de un esclavo negro de Virginia que vivió y murió en el primer tercio del siglo XIX, lo cual le obligó a la reconstrucción histórica de todo un mundo y de toda una época”. Lo relaciono a la época que ha tocado vivir a los venezolanos, llena de cadenas. En el centro de Caracas aparecen militares por todos lados, con distintos uniformes, a pie o en moto, con fusiles de asalto y cascos de guerra, algunos más o menos armados, desde callejones, pasajes, calles, avenidas, edificios, plazas, oficinas. Hay muchos elementos que definen este mundo camuflado que nos tocó vivir.

La circulación con vehículo por la avenida Urdaneta se corta a la altura de la plaza de la Candelaria, hay barricadas instaladas, no se puede ir en carro más arriba de aquí. En el centro están abiertos al menos el sesenta por ciento por ciento de todos los comercios de la zona, negocios que conviven con los ejes de poder. No se respeta la orden de cuarentena estricta. Se respira una suerte de acuerdo tácito, los que mandan administran el oxígeno al paciente país; dejan abierto el suministro unas pocas horas. Llego hasta el puente Fuerzas Armadas donde hay, como siempre, varios puestos de venta de libros. Me detengo en uno que se ve limpio y bien organizado, el que está al lado de una pared con un grafiti con el rostro de Aquiles Nazoa y una cita suya y otra de Stefanía Mosca. Entre ambas citas hay una leyenda: “El gobierno bolivariano del Comandante Presidente Hugo Rafael Chávez Frías honra a los libreros del Puente Fuerzas Armadas”. Lo atiende un hombre con acento maracucho. Compro mi segunda o tercera versión de Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi. Me dice que me cuesta dos dólares. Tiene uno de los puntos de venta más modernos y nuevos que he visto en toda Caracas desde que llegué.

Prosigo por la avenida Urdaneta y en una de las trasversales cuesta arriba cruzo hacia la Cuadra de Bolívar. En la plaza El Venezolano, junto al antiguo reloj de sol, veo una estructura insípida que parece un obelisco cilíndrico de metal rojo y negro, y que tiene inscrita las palabras Independencia y Revolución.  Hacia uno de los costados, en el Pasaje Linares, me sorprende encontrar en ese corto tramo que conecta con la avenida Universidad, la misma decoración de paraguas multicolores flotantes que se puede ver en la sofisticada e imperialista Coral Gables. Hay un puesto improvisado de la Guardia Nacional que está en la entrada del pasaje que ahora está bloqueado. Pido permiso para tomar una foto a los paraguas.

Me muevo hacia el reloj de sol. Tomo un trago de agua y en el momento que alzo la mirada veo los ojos gigantes de Chávez al borde de los últimos pisos de la sede principal del Banco de Venezuela, como si estuviera vigilando a la ciudad entera. Me enfilo hacia la plaza Bolívar. Paso por El Techo de la Ballena, un café y librería de títulos afines a la revolución bolivariana. Enfrente hay una cola gigante para los cajeros del banco. La plaza está clausurada y, a decir verdad, se ve bastante limpia y tiene unos semiarcos de vegetación que se ven bonitos. Paso al lado de la Asamblea Nacional Constituyente y llego a la verdadera sede de la Asamblea Nacional electa por el pueblo. Camino hacia la avenida Universidad y bordeo el edificio sede, que está clausurado. Hay un vehículo grande de la Guardia Nacional Bolivariana estacionado dentro del hemiciclo. Recuerdo la imagen que dio la vuelta al mundo, Juan Guaidó intentando entrar a la sede del Congreso del que es presidente, saltar la reja, y los soldados que se lo impedían. Esa reja ahora parece llevar soledad y desesperanza.

Del otro lado de la acera hay vendedores de oro. Me enfilo hacia la Casa Amarilla. En una esquina veo a varios muchachos uniformados como si fuesen policías con radios transmisores. Llevan una chaqueta puesta en la que con la imagen del Che Guevara en la espalda y la inscripción un poco más arriba, Colectivo Catedral Combativa. Están desplegados en varias esquinas. Su sede está adornada con grafitis de todos los héroes del imaginario chavista, como si fuesen figuras de un álbum de barajitas.

Cruzo hacia la Casa Amarilla. Veo la puerta alta lateral de madera que usaba yo hace no sé cuántos años para entrar todos los días, durante mi breve paso por la Cancillería. Llegaba vestido de traje, recién graduado. Entraba por esa puerta, subía las escaleras y, a mano derecha, no tan lejos del Despacho del Canciller, estaba la sede de la Academia Diplomática Pedro Gual, donde trabajaba en ese momento. Iba y venía todos los días en metro, cuando era uno de los mejores del mundo, ahora ya ni se puede entrar y está en una ruina casi completa. Aquellos tiempos vinieron a mi cabeza, esa Venezuela que existe solo en el recuerdo. La estación Capitolio, por cierto, está cerrada. Habían dicho que iban a cerrar diez estaciones de metro supuestamente por mantenimiento, pero se comentaba que era para disminuir los bajones de electricidad en Caracas.

Subo hacia una Santa Capilla bien pintadita. Enfrente está un foso, la plaza Andrés Eloy Blanco, que tiene instalado un colectivo que creo que honra la memoria de Lina Ron. Las paredes están igual pintadas con las caras de la genealogía chavista, el álbum de la revolución. La sede de la Vice-Presidencia está marcada por alambres y cerrado su acceso, parece que de forma permanente. Cruzo la calle hacia el Banco Central, la ancha acerera despejada. Llego hasta la esquina de Carmelitas donde está apostada una de las tanquetas blancas antimotín de la Guardia Nacional. Hay múltiples barreras. Traspaso hacia la sede administrativa del Ministerio de Relaciones Exteriores, camino como Pedro por su calle. Solo me faltaba silbar pero no se notaría con el tapabocas. Del otro lado de la acera está la sede del Ministerio de Hacienda (¿se llama todavía así?), hay gente conglomerada en una protesta. Muchos vestidos de rojo. Un poco más arriba, antes de Puente Llaguno, se instala una barrera infranqueable que impide seguir hacia el Palacio de Miraflores. Lo veo desde donde estoy, como una alucinación, la avenida ancha y solitaria perdida en el horizonte.

Regreso caminando por la misma avenida Urdaneta. Del otro lado de la acera hay mucha más gente. Paso por la sede del CICPC. Hay demasiadas personas y es difícil mantener el distanciamiento social. Entonces cruzo hacia el otro lado por donde había subido. Paso por una fila que da la vuelta a la esquina. Es la sede del Ministerio Público, la gente espera a ser atendida en una oficina que lleva el nombre de Unidad de Atención a la Víctima. Veo a las personas, aquellos que han sido afectados por un supuesto delito y me pregunto: ¿Cabrán los casi cinco millones de venezolanos que han abandonado su país? ¿Cabrán todos los familiares de los que han muerto haciendo una cola durante horas para comprar unos productos regulados? ¿Cabrán los que han fallecido de hambre? ¿Cabrán todos aquellos que sufren la escasez de agua severa casi todos los días de la semana? ¿Cabrán los que padecen los cortes de electricidad durante horas, días y semanas?  ¿Cabrán los jóvenes fallecidos en la lucha por la libertad democrática? ¿Cabrán los que han muerto en hospitales insalubres y sin dotaciones? ¿Cabrán los que han sido víctimas de infartos y aneurismas de tanto soportar la tensión de casi todo? ¿Cabrán todos los que han cerrado sus pequeños negocios por las penurias de la economía? ¿Cabrán todos los que han sido asesinados por el hampa desbordada? ¿Cabrán…?

Al pasar por una panadería un muchacho sin tapabocas le cuenta al que atiende: “No lo pensó dos veces, sacó la pistola” -el muchacho simula la pistola con el cañón- “y ¡bang!, le disparó, así nada más”, y echa una carcajada de superioridad. Sigo hacia abajo, regreso a la plaza La Candelaria donde está la iglesia sede del sepulcro del ahora beato José Gregorio Hernández. Hay un ruido ensordecedor de las bocinas de los autobuses. Son las doce del mediodía y justo cuando llego se confunde el ruido general con una melodía de campanadas desde la Iglesia que endulza el ambiente.

Y allí, en el medio del lugar, una policía al megáfono comienza a dar la orden de cierre de los negocios, alega que la ciudadanía debe estar consciente de la hora y de la pandemia, que se tienen que retirar a sus casas, se cierra la manilla de oxígeno. Nadie protesta, todo el mundo obedece. La gente se acelerará como si se adelantara la velocidad de una película desde un control remoto. Apuro el paso, mi regreso a casa todavía distante. De algunos edificios tomados brotan malandros, desde estructuras derruidas, una música insidiosa sale de las ventanas desde donde reposan un par de fotografías de héroes de la revolución chavista. Pienso en la oficina de atención a la víctima. Fabulo, quebrando la posibilidad tiempo, espacio, realidad, si esa oficina hubiera podido atender a Nat Turner y pienso que todos los venezolanos nos hemos convertido en esclavos. Me alejo, ahora todo parece un espejismo o un sueño transparente de un presente perdido.


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