Covid-19: compromiso con la memoria, el futuro y los nuevos paradigmas

Fotografía de Federico Parra | AFP

01/08/2020

El estigma asociado con la pandemia de covid-19 es una realidad para pacientes, familiares y sobrevivientes de la enfermedad. Ha habido experiencias en las que la calle donde vive un paciente fue renombrada “la vía del corona”, para advertir a los transeúntes de no pasar por allí, debido al riesgo potencial de ser infectados. 

Recientemente vi una infografía que decía: “Trata a todos como si estuvieran infectados”. Aunque parece necesaria, esta afirmación constituye una paradoja dependiendo de cómo se lea y se actúe a partir de ella, especialmente cuando la solidaridad es un clamor urgente. 

No sólo pacientes, familiares y sobrevivientes de la enfermedad son presa de situaciones complejas, sino que muchos (si no todos) somos víctimas de escenarios que no dejan espacio para el sentido común, el raciocinio y la empatía. 

Desde el comienzo de la pandemia ha habido formidables discusiones sobre los riesgos de clausurar o no la economía, cuándo reabrirla y cómo hacerlo. Sin embargo, los meses pasan y las amenazas del SARS-CoV-2 son contundentes y se quedarán por largo tiempo. A pesar de ello, se respira en el ambiente la necesidad urgente de retomar nuestra cotidianidad. 

Queremos creer que podemos regresar a la normalidad como la conocíamos. Nos estamos engañando. Soslayamos los riesgos que representan abrazos y besos, y nos volvemos egoístas cuando nos escudamos en aseveraciones como que la covid-19 sólo se lleva a los viejos, o que está ocurriendo muy lejos, o que aquí no pasa nada porque no conozco a nadie que esté infectado. La mascarilla entonces no es más que un refugio para nuestra vulnerabilidad y nuestra arrogancia de pensar que no nos va a tocar. Un elemento que nos exime de responsabilidad en lo que está ocurriendo, y excluye además la potencial colaboración que, como individuo y miembro de una sociedad, pudiéramos aportar. 

Todos estamos aprendiendo muchas cosas, incluyendo cómo se transmite el virus. Este aprendizaje debe ir de la mano de elementos comprobados por la ciencia. Aferrarse al saber coloquial y empírico de la situación, en conjunto con una comprensión inapropiada de la cadena de eventos que resultan en la transmisión de la enfermedad, puede aupar situaciones en las cuales es más fácil creer en lo que queremos creer y culpar al enfermo, y a sus familiares, por “no haberse cuidado suficiente”. O aislarlos y hospitalizarlos en condiciones precarias en medio de la crisis humanitaria compleja que se vive en Venezuela. 

Situaciones muy tensas e incomprensibles también se presentan entre quienes se cuidan y quienes no se lo toman tan a pecho. Resguardarnos no es un acto de cobardía, es una forma de cuidarnos todos y colaborar a que los sistemas de salud no colapsen y los enfermos puedan recibir la atención adecuada. 

Esta crisis global va más allá de lo biológico y médico, con una avalancha de inequidades que nos agobian y se han hecho aún más complejas debido a la aparición del SARS-CoV-2. 

Es una oportunidad de oro de replantearnos cómo queremos seguir como humanidad, en el marco de los Objetivos de Sustentabilidad (OdS), que acordaron los países miembros de las Naciones Unidas para eliminar la pobreza, proteger al planeta y garantizar que todas las personas gocen de paz y prosperidad para 2030. Si queremos tomar en serio los OdS, la salud no puede ser reducida a un concepto biomédico. Los OdS nos conminan a que acreditemos determinantes sociales de salud y la comprendamos en el sentido más amplio del término. Casi ningún país del mundo, y menos Venezuela, podrá cumplir con los OdS o con la agenda 2030. 

Muchos aspectos de nuestra vida están profundamente alterados por la cuarentena y las medidas de distanciamiento físico. Abrazar a un amigo, hablar cara a cara, socializar libremente y viajar, son lujos que ahora no podemos darnos. Toda esta situación constituye un sismo tremendo que nos ha sacudido. Antes de la pandemia nuestro entorno tenía un sentido, nuestras horas transcurrían en un lugar donde estábamos presentes y considerábamos como real. Incluso estar enfermo era otra cosa. 

Queremos regresar a nuestras actividades, modeladas por las interacciones con otras personas tal y cómo las conocíamos. Estamos deseosos de sentir el mensaje que nos envía el entorno. Disfrutar las narrativas a través de las cuales interpretamos nuestras vidas, observar cómo manejamos nuestras emociones, percibir si anticipamos el futuro con esperanza o fatalismo. 

Pero la realidad es otra. Antes, alguien nos sonreía cuando pasábamos a su lado por la calle. Ahora nos vemos furtivamente o con rabia, y nos apuramos para cruzar al otro lado. Es la diferencia entre ser considerado una persona o una fuente potencial de infección. No obstante, esta aseveración debe convertirse en una verdad ineludible en los ambientes sanitarios. 

En algunos casos, la cuarentena ha generado cambios positivos y las personas están más cerca, las amistades se han reanudado, y ha surgido un fuerte sentimiento de solidaridad y gratitud hacia el personal de salud. Pero hay una sensación global de ansiedad y en muchos casos priva un egoísmo extremo. 

Mucho del sentido de nuestra vida venía del compartir. Debemos convencernos de que el contexto en el que estas interacciones interpersonales se desarrollaban cambió radicalmente. Nos queda la certeza de no saber qué hacer y cómo interactuar con otras personas, eso puede traducirse en incomodidad, ansiedad, vulnerabilidad, y especialmente en riesgo. 

Debemos asumir como adultos que estamos inmersos en una incertidumbre global. Escudarnos en comportamientos poco empáticos no resuelve los retos a los que nos enfrentamos. Y la verdad es que los espacios de la pandemia se caracterizan por la sospecha, la inseguridad y las dudas: no podemos confiar en el aire que respiramos, en las superficies que tocamos, en los extraños e incluso conocidos (incluyendo familiares) que se nos acercan; todos pueden ser una fuente de daño potencial. 

Es espantoso vivir bajo una espada de Damocles que signifique una obsesión exacerbada por observarnos y cuestionarnos: ¿Me duele la garganta? ¿Tendré fiebre? ¿Qué es esa tos? ¿Me habré lavado las manos adecuadamente? ¿Limpié la superficie bien? ¿Estará contaminada mi ropa? Una sucesión de dudas que hay que desmantelar cada día. La confianza habitual quedó sepultada y en su lugar quedó la urgencia de moldear un mundo de desconfianza, obsesión y ansiedad. 

Ya no existe el sentido de pertenencia que una vez teníamos, se destruyen hábitos y tememos al futuro. Cuesta diferenciar el paso de los días y las semanas.  Debemos guiar la alteración de nuestras vidas para que se transforme en una gran oportunidad de analizar los aspectos de la experiencia humana que son invariables, especialmente porque los virus no discriminan y todos estamos en riesgo, y las situaciones condicionan las profundas experiencias de pandemia vividas en algunos escenarios. 

Es ineludible y debemos concientizarlo: salir de la crisis de la covid-19 significa encontrar un modelo de vida que contemple salud para todos y no un exceso de causas de muerte para algunos, usualmente los más vulnerables. Comprendamos que la biografía de aquellos que han vivido y fallecido con la covid-19 debe importarnos a todos. Minimizar las disparidades de salud y las inequidades sociales es lo justo, pero además conveniente a la luz del hecho incontestable de que el siglo XXI es el siglo de las pandemias. 

Debemos dirigir nuestra atención a una situación más global que aquella a la que se refiere estrictamente esta pandemia. La nuestra en particular requiere atención inmediata y todos somos protagonistas de lo que al final resulte. 

La educación en salud pública es un elemento primordial a apuntalar. Cada uno de nosotros debe ser copartícipe y responsable en esta labor. Tenemos el compromiso de ayudar a empoderar a otras personas con herramientas que les permitan recuperar parte de esa normalidad perdida. Comunicar claramente la epidemiología y los riesgos de la covid-19, a fin de juntos implementar medidas de prevención basadas en principios de salud adecuados. Lograr que la incertidumbre, ilustrada por la severidad clínica de la enfermedad, la forma y extensión de la transmisión y la infección y lo cerca o lejos que estamos de opciones de tratamiento adecuadas, sean comprendidas acertadamente por la población general. 

Necesitamos urgentemente minimizar la disrupción social, el estigma, y el impacto económico de la pandemia. Eso no sólo se logra a través de aproximaciones internacionales de colaboración y multisectoriales. Cada quien debe ser protagonista de ello. 

El fortalecimiento de las capacidades de salud pública de los países es responsabilidad ineludible de las autoridades y requiere concretar acciones por nuestra vulnerabilidad a los patógenos y nuestra fragilidad particular como país. 

Cada uno de nosotros tiene el compromiso de consolidar la memoria compartida, de preservar lo vivido para el futuro cercano y lejano. Asegurar la memoria de la covid-19 es lo mínimo que le debemos a los fallecidos, al personal de salud, a nuestros vecinos, y en especial a los niños.

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Alicia Ponte-Sucre es profesora emérita de Fisiología Humana en la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela. Es miembro de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales de Venezuela y coordina el Consejo Consultivo de la Asociación Cultural Humboldt, del que también fue presidenta.


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