#DosMesesEnCuarentena

Días de niebla

Fotografía de Francisco Rizquez

17/05/2020

[Ana Teresa Torres (Caracas, 1945), narradora, ensayista y psicóloga, es una de las escritoras más representativas del panorama literario venezolano actual. Ha recibido importantes reconocimientos nacionales y extranjeros. Individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua. Su último título publicado es Diario en ruinas (1998-2017) (Caracas, Alfa, 2018). Acá presenta algunas reflexiones –escritas para esta serie de Prodavinci– transcurridos dos meses de confinamiento por el COVID-19.]

La cuarentena –que ya va por sesentena– empezó para mí el 8 de marzo. Ese domingo me habían invitado a una pequeña reunión para vernos con una amiga que vive fuera y casualmente estaba pasando una temporada en Venezuela, pero el plan comenzó a hacer agua. La noche anterior una dijo que no podía y por la mañana las demás empezamos a dudar de la conveniencia del encuentro hasta que decidimos suspenderlo. Por la tarde se declaró la cuarentena en Caracas y en siete Estados a partir del lunes a las 5 a.m. Días después se extendió a todo el país. No creo que nadie que me conozca dude de mi condición de opositora y resistente de cómo sea que se llamen los que mandan en el país, pero debo decir que mi reacción fue de apoyo a la medida. Mi primer y único acuerdo hasta la fecha. Si la epidemia se extiende como ya está ocurriendo en Europa –pensé– la vulnerabilidad del país será devastadora porque los recursos para atenderla son absolutamente insuficientes. Lo único que se puede hacer es intentar prevenir el contagio.

Como estoy acostumbrada a permanecer mucho tiempo en mi casa no creí que me afectaría demasiado el confinamiento, pero tiene sus bemoles el asunto. Empecé a comentar por tuiter mis observaciones de cómo me sentía en la primera semana, que coincidieron bastante con los de otros tuiteros: desorientación temporal, desconcierto, dificultad de concentración; en la segunda mejoraron los anteriores signos y aparecieron los de claustrofobia e hipocondría. Recordé imágenes cinematográficas de presos que escriben en la pared las fechas y comprendí lo importante que es saber el día y hora. Establecí una rutina más o menos similar a la de la vida antes del COVID-19 a fin de combatir la desorientación, y funcionó. Me fui sintiendo “normalizada”. Sin embargo, el aislamiento hace mella. En las ocasiones en que hablo con personas que viven en otras zonas siempre les pregunto qué ven, cómo se comporta la gente, qué está abierto y qué está cerrado, cómo son los horarios. En fin, trato de seguir viviendo en una ciudad. Mi cultura básica es pre virtual así que la noción de que todo se puede hacer por internet no me convence, aunque obviamente agradezco vivir en una época en que el distanciamiento puede acortarse.

Llegué también a una decisión: este no es un momento para la queja que consume energía y produce más desesperanza. Es un tiempo concedido para hacer, dentro de las posibilidades, lo que a cada quien más le guste, de modo que lo que quede después de las tareas de abastecimiento, limpieza, desinfección, protección, ver noticias del mundo en que hay comunicación libre, etc., será para leer, escribir y ver cine. Es la suerte de los que tenemos gustos compatibles con el confinamiento. En primer lugar me fui a mi biblioteca que me estaba fielmente esperando después de un largo tiempo entregada a las novedades. Descubrí que una antigua plaga de comején había dado cuenta de algunos libros, se comieron todo Kafka. Y además una filtración que no fue atendida debidamente dejó algunos ejemplares en mal estado; los puse cerca de una ventana para que reciban sol y parece que han mejorado. Sentí la necesidad de volver a lecturas de tiempo atrás. No necesariamente a fondo pero sí revisarlas, por ejemplo, grandes novelistas que disfruté mucho como Max Aub y Antonio Muñoz Molina. Releí una novela de juventud, Nada de Carmen Laforet, y como es frecuente en la relectura me impresionó mucho más que la primera vez. Volví a la biografía de Isaiah Berlin de Michael Ignatieff, y repasé la de Silvina Ocampo de Mariana Enríquez, que sí es reciente. Y también Camus. Comprobé que no había leído La peste y me acompañó tanto que escribí una suerte de reseña tardía que se publicó en la revista digital Trópico absoluto. Y a una gran novela, La marcha Radetzky, de mi admirado Joseph Roth. También novelas contemporáneas, como la que me recomendó Violeta Rojo, Un plan sangriento, de un escritor que nunca había escuchado mencionar, Graeme Macrae Burnet, lo que no tiene nada de particular porque sabemos poco de lo mucho que se publica en lo que podríamos llamar mundo exterior. Ahora, para volver a los clásicos, estoy pensando en acometer Doctor Zhivago.

Y como no todo son series llegó el momento de poner orden en la confusión de mi videoteca, después de un par de días de clasificación descubrí joyas que no había visto o quería volver a ver. Tampoco pretendo que esto sea un listado de mis gustos. Lo que quiero decir es que gracias a ellos me he reconciliado con el presente, con lo inmediato que transcurre ahora y aquí. Pero los seres humanos vivimos en la maldita circunstancia de viajar con la imaginación, allí donde podamos imaginarnos, allí estamos, y ocurre que no todos los viajes son placenteros. Uno de los destinos ingratos de ese viaje es el que nos lleva hacia el futuro, que ahora es más incierto de lo que siempre es el porvenir. Por ello trato de no pensar qué será de Venezuela, en parte porque es una pregunta muy dolorosa, solo formularla duele, y también porque no tengo ninguna manera de contestarla. De modo que, como propósito del confinamiento, añado no inquietarme por el largo plazo. Cuestión de auto protección, los mecanismos de defensa son para usarlos. Sin embargo, está el futuro a mediano plazo que no logro sortear fácilmente. Por ejemplo, ¿cuándo podré ver publicados los libros que tengo en curso? ¿Cuándo podré reunirme con mi familia que vive en otro país? ¿Cuándo se podrá contar con la vacuna para el COVID-19? De momento no hay respuestas. Luego, o mejor dicho antes, están las preguntas del corto plazo, más inquietantes porque es inútil pretender no atenderlas. Por ejemplo, si las proyecciones de la Academia de Ciencias son ciertas, y no tengo razones para dudarlo, al entrar en el pico del contagio, ¿cuál es mi suerte? Por razones de edad estoy en el grupo de alto riesgo, ¿es eso lo que me espera? Hay otras cuestiones que no se pueden achacar al virus y que son calamidades incesantes para los venezolanos. ¿De cuánta electricidad, agua, conexión de internet, gasolina y comida, podremos disponer? He leído unas cuantas opiniones de que esta crisis nos hará más solidarios y menos pendientes de nosotros mismos, porque nos pondrá en presencia del “otro”. Me parece bien pensante pero poco cierto. Las amenazas a la propia supervivencia se sobreponen a nuestros mejores sentimientos y buenas intenciones.

No quisiera terminar dejando en el lector la impresión de que con rutina y gustos compatibles con la situación se logra el equilibrio. Esas son actividades de vigilia y en el sueño, sobre todo en la alta madrugada, se disparan los fantasmas del insomnio y la pesadilla. Allí se abre ese territorio extraño al que pertenecemos sin saberlo ni desearlo.

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Lea también Todos apestan, por Miguel Ángel Campos y Desesperanza; por Francisco Suniaga de la serie «Dos meses en cuarentena» publicada en Prodavinci.


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