COVID-19

En la neblina del confinamiento

Necesito ver los ojos de mis alumnos. Necesito verme en ellos. Necesito que bailemos pegado otra vez. Fotografía de Olivier Douliery | AFP

11/05/2020

Mi cartera

Mi cartera está sentada en una silla de mi habitación. No es elegante, pero sí práctica y segura. Le cabe lo que necesito, hasta mi laptop. Tiene todo para hacerle la vida más difícil al eventual carterista que se me acerque. Está diseñada para estudiar, investigar y vivir lejos de casa. La compré hace un año y desde entonces ha estado en Boston, Nueva York, Estambul, Capadocia, Madrid, Bucarest, Punta Cana, Miami, Frankfurt y Cluj. Ella, tan útil y viajada, ahora me mira desde esa silla sin entender por qué está allí desde hace dos meses. Una botellita de desinfectante de manos cuelga de una de sus asas, una mascarilla y un paquete de pañitos desinfectantes se asoman por uno de sus bolsillos exteriores. Son los remanentes de nuestra última salida: un congreso en Rumania que fue cancelado por el coronavirus una vez que ya yo estaba allá. Un recordatorio de cuando me quedé varada con ella lejos de casa. Fue el peor momento juntas. Una excepción en nuestro hermoso catálogo de caminatas, aprendizajes y paisajes.

Mi cartera me mira desde la silla. Ahora sí que estamos varadas, parece decirme. No entiende nada. A veces yo tampoco.

La rutina

Ya no canto mentalmente “Cumpleaños Feliz” cuando me lavo las manos mil veces al día. Ahora tengo un reloj de arena de 20 segundos en el cerebro.

Me comunico con los míos. Rezo. Desinfecto.

Dos de mis tres hijos viven en Nueva York. Mi hija está casada con un médico que está en el frente de batalla en un hospital en Manhattan. Rezo. Mi mamá de casi 90 años vive en Caracas. Rezo. Caracas me queda cada vez más lejos. Lloro.

Cuando llega el correo lo ponemos en el piso en un rincón y allí lo dejamos 3-4 días.

Compro los víveres por Internet. Cuando llegan me toma unos 30 minutos lavar y desinfectar lo que se puede lavar y desinfectar. El resto va al mismo rincón donde está el correo.

Una vez al día desinfecto las superficies de la casa que más tocamos.

También trato de desinfectar a mis grupos de WhatsApp de la transmisión de desinformación que les es endémica. No es una labor gratificante, pero sí absolutamente necesaria.

Las primeras semanas me dio, como a muchos, por hacer tortas y panes. “Stress baking”, le dicen en inglés. Paré. Ahora tenemos tres semanas comiendo muy sano. Mi nevera es una selva verde: col rizada, rúcula, endivia, perejil, cilantro, celery y pepino. A mi esposo Guillermo no le hace mucha gracia.

A él, por cierto, le ha cambiado bastante la vida. De trabajar en su oficina con horario fijo y salir tres mediodías a la semana a jugar racquetball durante el almuerzo, ahora tiene que trabajar en la casa sin horario y, lo peor, no hay racquetball posible. Extraña los monitores grandotes y su teclado. Los primeros días odió tanto trabajar en su laptop que fue a la oficina. Seguridad le dijo que no podía estar allí y se tuvo que devolver. Para Guillermo, trotar no es una alternativa al racquetball. ¿Contra quién compito?, me dice. Nos conocemos demasiado bien como para que yo siquiera intente aquello de “contra ti mismo, Guillo”.

Sigo aprendiendo turco, un idioma muy difícil que me reta y me consigue a diario. También coloreo, como hacen muchos adultos hoy en día. Lo hago mientras veo alguna serie, película o actividad cultural de esas que ahora nos llegan vía Internet a refrescarnos el alma. Me alegra tanto que ni la cultura ni la naturaleza se detengan.

Me estoy acostumbrando a no ver más allá del día de hoy.

Rehúso acostumbrarme a las cifras de contagiados y fallecidos.

Rehúso ver la situación como una ecuación perversa entre el valor de la economía y el de los seres humanos.

Vivo en el estado de Georgia. Quedarme en casa es lo sensato, también es un acto de desobediencia civil.

Trabajo en mi mesita azul del sótano, como siempre. Pero, cuando el clima lo permite, lo hago al aire libre frente al bosque que tenemos atrás. Allí doy gracias. El agradecimiento es síntoma de felicidad puntual. No puedo pedir más.

Los ojos de mis alumnos

En Zoom veo sus rostros enmarcados en esos cuadritos que nos recuerdan a aquella comedia de televisión llamada “The Brady Bunch”, pero no puedo ver sus ojos. Estoy acostumbrada a guiarme por ellos, son mi carta de navegación en el salón de clase. Allí, donde enseñar y aprender bailan pegado. Allí, donde, cuando la clase termina, seguimos conversando y caminando juntos. No como en Zoom, donde ponerle fin a la clase es darle a un interruptor que da paso al silencio y a la soledad. Soy profesora de salón de clase. Y eso de mover tu curso a la Internet en unos días no es crear un “curso online”. Esto es otra cosa, esto es terminar el curso fuera de las aulas utilizando Internet. Esta mudanza en la mitad del semestre y de un día para otro no es tarea fácil. Nos empuja a patadas fuera de nuestra zona de confort. He trabajado duro para que mis alumnos sigan aprendiendo así. He pensado en mil maneras de estar cerca de ellos, aún estando lejos. Ellos lo aprecian y me aúpan agradecidos. Es como un pequeño gran éxito que contrasta con mi rotundo fracaso manejando el luto que llevo porque no puedo estar en el salón de clase con ellos. Necesito ver los ojos de mis alumnos. Necesito verme en ellos. Necesito que bailemos pegado otra vez.

Me enfoco en lo que sí puedo ver: las diferencias que en el salón de clase no eran evidentes. Veo a los que, luego de experimentar la independencia, tuvieron que volver a la casa de sus padres y adaptarse a vivir de nuevo bajo su autoridad. También a los que encontraron que ya su habitación no es de ellos o que no tienen un espacio donde estudiar. Observo a los que perdieron la protección que les daba la distancia de los problemas que persisten en su hogar. Veo a los privilegiados y a los que no lo son. A los que tienen ventanas y jardín, y a los que sólo tienen cuatro paredes. A los que pueden asumir que volverán a la universidad y a los que saben que no podrán hacerlo. Los que tienen buena Internet y los que no. Los que logran concentrarse en sus estudios y los que no. Los que se ríen cuando se reúnen conmigo individualmente por FaceTime y los que se les quiebra la voz. Los que se están graduando sin graduación y los que no saben cuándo se graduarán ahora. Y siento particularmente la angustia y la soledad de los estudiantes internacionales que no pueden volver a casa y tienen que quedarse en un país donde el presidente brama a diario en contra de todo lo que viene “de afuera”. Yo también fui estudiante internacional un día. Yo también vengo “de afuera”.

Los héroes no viven en la Casa Blanca. Tampoco en Miraflores.

La COVID-19 nos hace una radiografía. Evidencia las fracturas individuales, culturales, sociales, económicas y políticas. También les arranca los ropajes a los emperadores y los deja desnudos ante nosotros. Trump, incapaz de sentir empatía por nadie que no sea él mismo, convierte las sesiones diarias de información sobre la crisis en eventos de campaña política para su reelección. Silencia a los científicos, promociona medicinas cuya eficacia no ha sido demostrada, da consejos que te pueden matar, exige que los gobernadores lo adulen antes de darles lo que necesitan para lidiar con la situación, regaña o insulta a los periodistas que lo confrontan con su errática actuación ante la crisis, aprovecha ésta para avanzar en sus agendas políticas, juega a la división, escoge chivos expiatorios a quien endilgarles las culpas que él es incapaz de asumir y, cuando ve que está bajando en las encuestas, decide no hacer más sesiones de información. Una evidencia más de que esos eventos no son para mantenernos informados, sino para hacer proselitismo. Y me horrorizo al ver que existen venezolanos alabando a Trump por estos comportamientos que, en su momento y con mucha razón, le criticaron a Chávez y a Maduro.

Confirmo que el coronavirus no es la única enfermedad altamente contagiosa que nos acecha. Que la miopía ideológica también se puede contraer. Trump escoge a la Organización Mundial de la Salud como uno de sus chivos expiatorios y de inmediato leo gente educada que se expresa del Director de la OMS como “un filósofo etíope de dudosa reputación”. Y, aunque la actuación de la OMS deja mucho que desear, me doy cuenta de que esas personas no saben que ese Director es un biólogo que tiene un PhD en Salud Comunitaria (amén de una maestría en Inmunología de las Enfermedades Infecciosas) y que su currículo muestra una trayectoria nada despreciable. Pero, sobre todo, me doy cuenta de que esas personas educadas no saben que PhD significa Doctor of Philosophy, el título más alto que existe a nivel universitario, lo cual no es igual a ser “un filósofo”. Es que la ignorancia también es una pandemia.

En Miraflores, como en la Casa Blanca, se construyen chivos expiatorios. Maduro y sus secuaces tapan más que sus bocas cuando encadenan a las televisoras y radios. Esconden lo evidente: los detalles de la masacre ocurrida en una cárcel en el estado Portuguesa, el envío a Irán de lo que quedaba de la reserva de oro de la nación, el inaceptable estado de nuestra industria petrolera, la verdad detrás de las noches de terror que vive Petare por los enfrentamientos entre bandas, las protestas que gotean nuestro exhausto mapa, las continuas fallas de luz, la absoluta escasez de gasolina y las detenciones de periodistas y médicos. Eso sí, se llenan la boca y hacen fiesta contándonos un incidente al que bautizan como “invasión”, que parece insólito y absurdo, pero que ocurrió y se ha convertido en otro capítulo bizarro de nuestra historia contemporánea. El oscuro episodio, protagonizado por un lamentable elenco, alimenta la épica que el régimen viene construyendo desde hace años y le da una excusa más para amenazar y detener. También sigue abriendo las importantes grietas de la oposición. País opaco. País sin verdad. País confinado. Mi país.

Mientras Trump, Maduro y otros líderes populistas-autoritarios se plantan de espaldas a sus pueblos, deshilachan a la democracia y se hacen los héroes, hay tantos arriesgándose de verdad en el mundo entero: los trabajadores de la salud, los que nos proveen de todo para que nos podamos quedar en casa, los que se enfrentan a la difícil tarea de proteger a los sobrevivientes de violencia doméstica que ahora están atrapados con sus abusadores, los que son obligados a trabajar por líderes empecinados en “abrir la economía”, a pesar de que el número diario de fallecidos y contagiados siga creciendo. Pienso en cuán vulnerables son. Pienso en la también creciente masa de desempleados. Algún día deberíamos medir la grandeza de los países basándonos en cómo protegieron o no a todas estas personas durante la pandemia.

Las telenovelas también están en cuarentena

Tengo más de dos décadas estudiando melodramas. Los que nacen en Latinoamérica –telenovelas– y los que vienen de Turquía –dizis–. La producción está suspendida. Siento la pausa como un peso. Mi investigación se desdibuja. Una incertidumbre más.

Observo a los actores en las redes sociales: hacen lives en YouTube e Instagram, conversan entre ellos, traen invitados especiales, responden preguntas e, inclusive, permiten a sus fans estar en los lives con ellos. Mientras tanto, las guerras entre los fans de ciertos actores arrecian. En el medio de esta nada, se batalla por estar presente.

Çukur, una de las series hechas en Turquía que se ha insertado mejor en el imaginario del público turco, transmite un capítulo desde el confinamiento. El libreto se apoya en el conocimiento que el público tiene de los personajes y en el uso de flashbacks. Los actores graban ellos mismos sus escenas. Uno de los personajes pregunta: “¿qué es esto?”, y su interlocutor responde: “telekonferans”. El resultado no es malo y el público agradece ver su propia situación de encierro reflejada en los personajes que extraña.

Sé bien que la producción de telenovelas y dizis continuará en algún momento. Pero, ¿cómo cambiarán los melodramas con el coronavirus? ¿Qué tipo de historias se contarán? ¿Cómo se contarán? ¿Habrán besos y abrazos? ¿Escenas con multitudes que no sean generadas por computadora? ¿Cuándo y bajo qué condiciones volverán a abrirse los sets? ¿Qué empresas tomarán la delantera y cuáles se quedarán rezagadas? Mi investigación no tiene pausa realmente. Menos mal. 

El Camino

El confinamiento me recuerda al Camino de Santiago, el cual hice con Guillermo hace cuatro años. Esto es sorpresivo porque El Camino es lo opuesto a esta cuarentena. Es vivir la mayor parte del día al aire libre, caminando por una larga ruta marcada con flechas amarillas a través de pueblos y ciudades sin miedo a que a uno le pase nada. Es comer y dormir donde te agarren el hambre y el cansancio. Es minimizar el tiempo en Internet. A la vez, el confinamiento y El Camino me recuerdan que soy una privilegiada y me demuestran que necesito muy pocas cosas para vivir. Son días con los mismos zapatos –los más cómodos que tengo–, sin maquillaje y con el cabello recogido en una cola de caballo, como cuando era adolescente. Días en los que separas la salud de tu aspecto y entiendes que lo primero es lo realmente importante. Son jornadas de expediciones dentro de mí misma. No son fáciles. En la aparente simpleza de nuestra reducida rutina se esconde la dificultad de decodificar lo que estamos viviendo. Hay una inexplicable inmensidad en el confinamiento. Yo ya sabía que la ruta hacia mi interior no está marcada como la de El Camino, pero me sorprende la densidad de la neblina que encuentro dentro de mí. Es la misma que me impide ver bien hacia adelante. El futuro no se quiere dejar ver. Pero todos caminamos hacia él inexorablemente. Yo lo haré con mi cartera de viaje terciada sobre mi pecho y la certeza de que la neblina siempre termina disipándose.


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