COVID-19

Imágenes para tiempos virulentos

Fotografía de Schneyder MENDOZA | AFP

17/04/2020

 “No te esfuerces, alma mía, por una vida sin muerte: mas agota los recursos a tu alcance.”

Píndaro

“Mirad cómo lloran los dioses, lloran las diosas todas, porque lo bello pasa, porque lo perfecto muere”

Schiller

 “Sócrates: Oh, Pan querido, y demás dioses de este lugar, concededme el ser bello en mi interior. Y que todo lo de mi exterior esté en armonía con lo que hay en mi interior”

Platón, Fedro

Experimentar la primera pandemia de nuestra época significa vivirla en clave de redes sociales y de altísimas velocidades de propagación de las noticias. Podemos saber al instante –en millones de réplicas, además– lo que está ocurriendo en cualquier lugar del mundo. A los riesgos del virus se le suman los peligros de la sobreexposición a la información, la confusión y la alarma general. El contagio, pues, puede ser además de físico, psíquico, si no nos interiorizamos.

En tiempos caracterizados por un vivir excesivamente vuelto hacia afuera, el aislamiento social –ordenado desde la cúspide de los gobiernos mundiales como medida para reducir los embates del COVID-19– traducido en confinamiento casero sin duración definida, está significando para millones de personas un descenso a modos de existencia lentos, quietos, solitarios, inimaginables apenas semanas antes.

La diversidad de reacciones ante la paralización creciente de las sociedades y los reportes diarios que dan cuenta del incremento del número de personas contaminadas y fallecidas, no se ha hecho esperar. Además del desconcierto, la incredulidad, la ansiedad o el miedo, el pánico ha sido una de las primeras, y sigue extendiéndose. El temor que genera prudencia ha sido sustituido, en muchos casos, por esta emoción extrema que produce conclusiones apresuradas, teorías conspirativas y comportamientos altamente irracionales, como advertencias apocalípticas o la casi total inmersión –disolución– en el mundo virtual.

Aunque observamos, asimismo, lo contrario: conductas pueriles que restan importancia a lo que está ocurriendo y exponen a sus protagonistas –y a quienes los rodean– a riesgos innecesarios. El dramatismo de la situación puede devenir en tragedia si nos tomamos a la ligera las medidas de autoprotección y de protección de los otros. Pero también puede ser trágico el exceso paranoico que nos pone a correr en estampida hacia los medios electrónicos y a engullir toda clase de contenido virtual –verdadero o no–, cuando de lo que se trata es precisamente de lo contrario: detenernos, discernir, depurarnos y encontrar dentro lo que no hemos encontrado en un frenético vivir hacia afuera.

Ahora que a nivel planetario sentimos que andamos en valle de sombra de muerte, necesitamos una vara y un cayado, que nos brinden algo de contención. Y quizás la hallemos, más que en explicaciones causales, en ciertas imágenes –después de todo imaginar es lo propio de nuestro psiquismo– que otorguen algo de sentido a las condiciones de vida que nos ha impuesto este invasor.

Resulta evidente que la altísima velocidad del contagio ha obligado a millones de personas a abandonar las calles, las oficinas, los bares, los parques y a recluirse en sus hogares. Vemos allí la primera imagen significativa. La vida se ha vuelto excesivamente extrovertida, parlanchina, veloz y tumultuosa. Ahora, por el contrario, las calles están llenas de soledad y de silencio, y las casas, por primera vez en mucho tiempo, están siendo habitadas para algo más que dormir y alimentarse antes de volver a la calle, donde hasta ahora mayormente transcurría la vida.

Una vez dentro de sus casas, algunas personas han empezado a sentirse incómodas, extrañas, o abiertamente desesperadas, con esta abrupta lentitud que ha sido arrojada sobre su cotidianidad –después de todo, el ritmo veloz es lo único que una inmensa mayoría conocía–. Algunos, afortunadamente, la celebran y reciben como a un invitado hace mucho esperado; otros, la descubren con deleite. Esta obligada lentitud ha impuesto sobre millones de personas un cambio más que notorio en el ritmo habitual de vivir. Y cabe preguntarse, ¿qué ocurre con una vida puesta al servicio de un hacer frenético, de una búsqueda incansable por resultados o del ansiado éxito, ante esta cuasi parálisis?

Una posibilidad preciosa, pero no evidente, es el redescubrimiento de que sobre todo somos almas, aunque lo hayamos olvidado o, aunque nunca lo hayamos sentido. Ser alma, es, ante todo, poseer una dimensión de profundo significado, como enfáticamente señaló Heráclito: “No descubrirás los límites del alma aunque recorrieses todos los caminos; tal es la profundidad de su significado”.

¿Es posible que esta reclusión abra a más personas las puertas hacia un vivir más hondo, que permita aunque sea rozar la vastedad de su ser más significativo? A la reacción inicial de rechazo, temor o ira, frente a esta repentina forma de vivir apartados del bullicio, de la hiperactividad, del sobre contacto, ¿podría seguirle una cierta intimidad con esa dimensión donde nos sentimos más plenamente humanos? ¿Podría surgir esta intimidad del hecho de que todos tenemos que agachar las cabezas y dirigir la mirada hacia adentro, hacia el corazón, en busca de algún sentido, o al menos de algún consuelo? Esta amenaza masiva ¿podría significar, además de muerte, una renovación de la vida en términos y a escalas más profundamente humanas?

La altísima velocidad de propagación podría ser una metáfora de la urgente necesidad que tiene la vida en el planeta de detenerse y… sanar. La tendencia a producir y consumir compulsivamente, agotando los recursos del planeta hasta la casi extenuación, ha terminado por asemejarnos a un virus letal para la Tierra, que hoy luce depredada, desequilibrada y amenazada. Esta conducta, más bien desquiciada, ¿pudiera apuntar hacia un vacío interior derivado de la desconexión con lo trascendente?

La realidad instintiva a la que alude la experiencia de pánico, nos remite a Pan –todo–, el dios con patas de macho cabrío, representación de la naturaleza salvaje en su fuerza fecundadora, pero también en su lado más oscuro y aterrador. Cuando Pan aparece en nuestras pesadillas, nos despierta, y aunque sentimos terror, somos reconectados a nuestros instintos, esa sabiduría que reside en nuestra naturaleza.

En un pasaje del mito de Eros y Psique –incluido en el libro El asno de oro, de Apuleyo-, encontramos una escena tremendamente pertinente a nuestras actuales realidades, que nos muestra un lado compasivo y protector de Pan. Psique, desgarrada de dolor ante la pérdida de Eros –su marido– se lanza al río en impulso suicida y no solo es rescatada, y depositada suavemente en la orilla, por Eco y Pan, sino que es aconsejada y consolada por el viejo dios-cabra, con estas palabras: “Pues bien, hazme caso: no vuelvas a tirarte a ningún precipicio ni acudas a ningún procedimiento violento para quitarte la vida. Seca tus lágrimas, calma tu dolor; y, al contrario, invoca con humilde súplica a Cupido, el mayor de los dioses; como es joven, voluptuoso y sensible, una dulce sumisión por tu parte te reconciliará con él”.

El dios de las pezuñas sugiere a una desdichada y asustada Psique, la dulce –no victimizada– sumisión.  En otras palabras, si se rinde y admite con humildad su impotencia, se detiene y suplica al dios, podrá recuperarlo: Alma y Amor reunidos. El viejo dios Pan, aspecto de nuestra naturaleza tan relegada desde hace siglos, y de manera acentuada desde la entronización del cartesiano pienso, luego existo, hace, entonces, una abrupta aparición, ante esta sombra de muerte que cubre al mundo entero, en forma de pánico colectivo.

Pero ya sabemos que Pan puede, igualmente, ser cercano y consolar, y que cuando, en momentos de desquiciamiento le recomienda a Psique –y nos implica así a todos– calma, sumisión, humildad y plegarias, está aludiendo, al mismo tiempo, a lo opuesto: a la arrogancia y a la soberbia. Encontramos aquí otra imagen valiosa para nuestro oscuro presente: no hay que insistir en la arrogancia, el poder y la soberbia que ha caracterizado la manera en que los seres humanos hemos pretendido poseer, conquistar e imponer nuestras formas al Planeta. Ahora, la naturaleza parece reflejar nuestro propio afán destructor e invasivo y, al hacerlo, nos obliga a detenernos y a mirar hacia arriba –o hacia adentro– suplicando por clemencia.

Algo más está ocurriéndonos. La visión idealizada, unilateral, que pudiera quedarnos de la Madre Naturaleza, como solo dadora de vida, nos es arrancada de cuajo, y vemos con ojos atónitos su poder destructor: es la diosa Kali personificando el aspecto más oscuro de la Madre Universal. La visión está completa, la inocencia perdida, la conciencia ampliada, porque estamos siendo atacados por la misma madre que está preñada de primavera y nos inunda, también, de belleza.

En momentos de alto riesgo, de desquiciamiento colectivo por causa del pánico, encontrar algún sentido al mundo pasa por recordar al poeta John Keats, quien propone llamarlo “el valle de la creación del alma”. La escena de Pan junto a Psique, en su momento de mayor desesperación, nos revela la posibilidad de que lo terrible puede llevarnos a hacer un trabajo profundo, a hacer el trabajo de alma. En la actualidad, eso significaría tener la disposición de volver este acontecimiento pandémico una experiencia psíquica, y esa posibilidad solo existe en la hondura.

Enfaticemos aún más en la relación de Psique y Natura a través de una curiosa, valiosa y significativa historia que C.G. Jung disfrutaba contar. Le había ocurrido a su amigo Richard Wilhelm –sinólogo, teólogo y misionero alemán, traductor del I Ching, el libro las mutaciones– mientras vivía en una región de China, azotada por una larga sequía que amenazaba la vida de sus habitantes. Así lo relata Eugen Pascal (Jung para la vida cotidiana)

La gente sufría tremendamente y hacía constantes oraciones y rituales sin ninguna consecuencia positiva. La única cosa que quedaba era que los mayores fueran en busca de una famoso “hacedor de lluvia” que vivía en otra provincia. Wilhelm nunca había oído hablar de una profesión de esa índole y estaba impaciente por ver qué sucedería. Algunos días más tarde, el “hacedor de lluvia” llegó en un carruaje tirado por caballos. Era un viejecito, bajito y arrugado, de apariencia bastante ordinaria. Wilhelm le oyó preguntar por una cabaña privada apartada del pueblo, donde pudiera permanecer sin que nadie le estorbara. Después pidió suficiente alimento para, por lo menos, unos tres o cuatro días. En la mañana del cuarto día, los habitantes del pueblo se despertaron con un fuerte chaparrón de lluvia, al que siguió incluso una débil nevada, un fenómeno totalmente anormal para aquel período del año. El amigo de Jung estaba positivamente desconcertado y corrió a hablar con el viejo “hacedor de lluvia”, quien había salido de su cabaña y se estaba preparando para su viaje de vuelta a su provincia. “¿Hizo usted llover?”, le preguntó Wilhelm. El viejo caballero negó que él lo hubiese hecho. Wilhelm insistió en que había habido una terrible sequía hasta que llegó el “hacedor de lluvia”, después de lo cual empezó a llover e incluso a nevar. El viejo hombre explicó entonces que en la región de donde él venía todo era como debía ser: llueve en el momento apropiado y hace sol cuando éste es necesario, ya que la gente que vive allí está en armonía con ellos mismos. Pero remató que eso no era lo que había encontrado en el pueblo que ahora visitaba. La gente estaba lejos de la armonía con el Tao -conexión divina- e, incluso, fuera de sintonía con ellos mismos. Aseguró que, apenas llegar, fue inmediatamente contaminado con la baja consciencia de los habitantes del pueblo que le habían traído, de modo que se vio absolutamente forzado a permanecer solo por completo hasta que la armonía entre él y el Tao fuese restablecida. Entonces ¡naturalmente tenía que llover!

Una imagen central de este relato es la quietud significativa del viejo sabio. Su afinada percepción le indica que algo no está bien en el lugar al que ha arribado, y sabe, sin embargo, que no se trata de emprender acciones enseguida para reparar el daño, pues intuye que es en la esfera psíquica donde ha ocurrido la contaminación. ¿Podríamos plantearnos la emergencia de este virulento mal del siglo XXI como un correlato –una sincronicidad– de lo que ha estado ocurriendo dentro de las psiques individuales y en la colectiva, para ampliar nuestra comprensión más allá de la explicación causalística?

La quietud silenciosa del sabio, con la intención de descontaminarse, coincide significativamente con el surgimiento de la lluvia. La sequía extrema, que no era solo un evento climático en aquella región, cesó cuando un ser consciente se detuvo a armonizarse. Aquí vemos la diferencia entre el habitual hacer desde el ego –a menudo impulsivo– y un suceder que refleja una correspondencia entre un estado psíquico y una expresión física, exterior, sin relación causal. Esta noción central dentro del Taoísmo, que se conoce como Wu Wei, se refiere a un hacer sin forzar, que surge de manera natural desde una disposición interior hacia la reconexión profunda con la realidad subyacente unificada, o Unus Mundus. No significa, entonces, inmovilidad literal; alude a acciones pertinentes, y en el tiempo propicio, en resonancia con nuestra sabiduría más profunda.

El viejo sabio no esperaba nada, no pretendía hacer nada, sin embargo, sabía que afuera es igual que adentro... En palabras de Rafael Cadenas “Tomar en brazos la vida o ser tomado en brazos por ella significa no esperar nada”. Pero algo ocurre cuando abrazamos o somos abrazados por la vida. Algo ocurre y Eros lo sabe.

Continuemos ampliando las imágenes que conectan simbólicamente con nuestro actual padecimiento. Tao, según Lao Tse, “es la respiración inmortal. Es la madre de toda la creación”. Estar en Tao es estar sintonizado con la respiración inmortal. Por su parte, el Génesis afirma sobre nuestro origen que “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un alma viviente”. Éramos barro y el aliento divino nos convirtió en criaturas vivas, con alma. Y hay más, en la Grecia clásica, la consciencia se identificaba con la respiración, ya que situaban los pensamientos y los sentimientos en los pulmones, y en interacción con el corazón.

Son precisamente los pulmones –zona de contacto entre el afuera y el adentro– los órganos donde se aloja y ataca este invisible usurpador, comprometiendo nuestra respiración, nuestra vida. La atención está siendo dirigida dolorosamente no solo hacia nuestra vulnerabilidad, hacia nuestra finitud –que a veces parecemos olvidar cuando nuestro vivir se vuelve soberbio, inflado o inconsciente– sino, sobre todo, hacia nuestra condición: ser viviente implica haber recibido el aliento de vida de un Otro, del Dador de vida, que nos la ha insuflado, y mientras vivimos, lo hacemos porque existe una respiración inmortal que nos respira. La vida separada de la dimensión trascendente enferma. La reconexión sana.

Vivir en armonía con el Tao –nuestra tarea psíquica esencial y hacia la cual quiere dirigirse nuestra individuación– es imposible si seguimos ignorando el sentir y el percibir –el cuerpo psíquico y sus lenguajes; ésos que, si olvidamos, Pan acude a recordárnoslos-. Ahora estamos sintiendo miedo, dolor o rabia, pero no logramos entender, porque lo que ocurre a nivel planetario no es abarcable con nuestra mente habitual; el horror requiere que nos acerquemos imaginativamente, y un poco a tientas, para que el alma devele los símbolos de los tiempos.

En la actual situación mundial la imposición del distanciamiento físico únicamente va a reducir el riesgo de contaminación. Pero es solo el aprovechamiento del encierro forzado como una posibilidad de ir hacia adentro para descontaminarnos, cual hacedores de lluvia, lo que podría evitar que el drama actual derive en tragedia masiva, o como diría Jung: “Sólo si suficientes individuos se comprometen totalmente en la búsqueda de su verdad interna, el mundo podría evitar el desastre”. La búsqueda de sentido –la verdad interna– detrás de lo que aparece como un sinsentido, o la humilde aceptación de que ese sentido –hasta ahora– se nos escapa, es la significativa tarea individual que, eventualmente, traerá abundante agua de lluvia: una expansión de la vida consciente.

No podemos obviar el hecho de que aquí nos movemos en dos planos, el individual y el social, y que, asimismo, hay dos velocidades implicadas en el abordaje este proceso: la velocidad para atender el impacto del letal microorganismo colectivamente es, debe ser, alta, aunque no atolondrada. La velocidad, por otro lado, para procesar, integrar e ir asimilando este acontecimiento a nivel individual, y quizás convertirlo en experiencia, si queremos hacer alma, requiere lentitud. Confundir los planos no será inocuo.

A nivel social, esta pandemia sorprendió a los líderes mundiales –en relación al manejo de las crisis sigue habiendo mucho camino que recorrer– y la gobernanza ha quedado severamente cuestionada. Hemos atestiguado respuestas tan disímiles que van desde posturas militares –y no nos referimos solo a dictadores– hasta presidentes populistas besando y abrazando a sus potenciales votantes, con la frivolidad como única respuesta, hasta que el engrosamiento de las cifras de víctimas fatales entre sus ciudadanos los ha obligado a guardar su demagogia hasta las próximas elecciones.

En los casos en los cuales las medidas tomadas tenían carácter nacional, inmediato y obligatorio, vemos el surgimiento de la imaginería de Ares –dios de la guerra, la agresión, la devastación– y con él, el despliegue del lenguaje bélico. A inicios de marzo, por ejemplo, el joven presidente de Francia –y no ha sido el único–, en alocución a todos los franceses, decía “Estamos en guerra. En guerra sanitaria, cierto. No luchamos contra otro ejército ni contra otra nación, pero el enemigo está allí y avanza. Y esto requiere una movilización general y que todas las acciones del gobierno deben estar encaminadas a la lucha contra la epidemia, de día y de noche, y nada debe desviarnos de este objetivo». A ciudadanos completamente desconcertados, o asustados hasta la insania en muchos casos, la fuerza de este lenguaje –y de las medidas consiguientes–, que en otras circunstancias pudiera repugnarles, en plena irrupción de la plaga, parece ofrecerles guía, contención y la seguridad relativa de que hay alguien al mando.

Los sistemas democráticos se ven así, una vez más, retados, interrogados. Aparece la paradójica situación seguridad nacional vs libertades individuales. Y, por lo que vamos observando, esas libertades están siendo sacrificadas –parcial y temporalmente, esperamos– cuando de lo que se trata es de una amenaza real a la vida. Y los acérrimos adversarios de la democracia no han tardado en hacer avanzar sus huestes.

Pero hay algo más de fondo. Ares, al ser una divinidad del panteón griego, representa un aspecto arquetipal de nuestra psique, que ahora vemos desplegado a sus anchas por el mundo. En la imaginería y lenguaje bíblicos encontramos, igualmente, referencias a este aspecto primordial de nuestro psiquismo: “El Señor es un gran guerrero. El Señor ¡ése es su nombre!” (Éxodo). Y a este propósito, retomemos unas contundentes imágenes, más recientes, eternizadas en ese espejo contemporáneo de nuestras almas que es el cine. En la película Patton (Franklin J. Schaffner, 1975) el carismático y terrible general recorre un campo de batalla devastado, cubierto de cadáveres, y después de besar a un oficial moribundo, dice, como si fuera el mismísimo Ares quien hablara a través de él: “Amo todo esto. Dios sabe cuánto lo amo. Lo amo más que a mi vida”.

Dado ese terrible y arquetipal amor por lo bélico, cuando un presidente, en su condición de comandante en jefe, se dirige a los ciudadanos y les ordena movilizarse contra un enemigo que está allí y avanza, está entonando el canto de guerra que los oídos y corazones de ciudadanos-soldados reconocen, y aunque para muchos obedecer significa recogerse en las trincheras, lo hacen con la llama guerrera encendida en sus corazones: están librando una batalla y deben ser vencedores. El lenguaje, las imágenes, parecen funcionar para lograr el objetivo táctico de no hacérselo fácil al coronado invasor.

Estratégicamente, en cambio, es Eros –el conector, el hacedor de vínculos que crean vida, el que asegura la conexión interna del Cosmos– aspecto igualmente arquetipal que nos habita, quien debe ser honrado e invocado en la intimidad de los hogares, si deseamos propiciar la relación individual con el Tao. Abordar esta crisis de salud de proporciones globales requiere no solo la energía de Ares –no solo los políticos, sino los médicos luchan para derrotar a la enfermedad–. Para que la aparición de esta pandémica amenaza produzca alguna transformación psíquica necesitamos conectar, a nivel individual, con esa profunda sabiduría interior -que nos trasciende-, y que sabe vincularnos, conmovernos y asegurar la continuidad de la vida. Mientras afuera, en el mundo, la cruenta batalla la sigan librando los ejércitos llamados a hacerlo, en nuestra esfera personal “cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, somos retados a cambiar nosotros mismos”, como nítidamente le enseñó el horror con el cual le tocó lidiar, a esa alma grande que fue Viktor Frankl.

Si algo ya sabemos es que se nos demanda transformación. Y una de las más urgentes, y que parece estar empezando a manifestarse, es la respuesta compasiva, solidaria y vinculada, ahora que como nunca hemos sentido en carne propia la verdad encerrada en los conocidísimos versos que la sensibilidad poética de John Donne intuyó hace cuatro siglos: “Nadie es una isla, completo en sí mismo, cada hombre es un pedazo de un continente, una parte de la Tierra… por eso la muerte de cualquier hombre arranca algo de mí, porque estoy ligado a la humanidad; por tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”.


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