COVID-19

Jorge Glem (no) está resfriado

20/05/2020

Fotografía de Jorge Glem

Después del distante relato en el Wuhan originario y el fin del mundo en Bérgamo, Nueva York se convirtió en el nuevo epicentro de la pandemia del COVID-19. Cuando superó la barrera de los diez mil muertos por la enfermedad, el 13 de abril, el estado ya sumaba un tercio de las cifras de contagiados y la mitad de las muertes contabilizadas en Estados Unidos.

El primer muerto neoyorquino por coronavirus tuvo como fecha del deceso el 14 de marzo, cuatro días después de que Andrew Cuomo, gobernador de Nueva York, anunciara la imposición de un área de contención de kilómetro y medio en el norte de New Rochelle. Ahí, en Westchester, estaba el mayor foco de infección y por eso la Guardia Nacional había tomado el territorio.

Entre el 1 de marzo, cuando se declaró el primer caso en el estado, hasta el día de los diez mil muertos, en Nueva York había casi doscientos mil contagiados. Menos de mes y medio después, habían dejado atrás las cifras chinas: 10.056 muertes confirmaban que sólo los superaban Italia, España, Francia y Reino Unido.

Eso que los epidemiólogos enseñaron a llamar “la escalada” había sido inclemente.

Cada una de estas noticias formaban parte de ese ritual mañanero que es ponerse al día con el presente para el maestro del cuatro venezolano Jorge Glem. Antes de salir del pequeño apartamento prestado en Midtown Manhattan, mientras terminaba de mudarse al Bronx, se informa sobre la única noticia que se repite en la pantalla. Teléfono y café en mano, iba sumando al grado justo de paranoia propio del inmigrante que siente que ya ha superado más de una, pero no quiere caer enfermo tan lejos de los suyos.

Así se enteró de que la cuarentena había llegado a Manhattan el 20 de marzo, leyendo el teléfono antes del desayuno y sorprendido por el diagnóstico de 2.950 nuevos casos de COVID-19. En aquel momento apenas sumaban 7.102 contagiados por el virus y nadie redondeaba la cifra de muertos.

“Cuando nos dijeron que teníamos que cumplir con la cuarentena, compré comida y me metí en mi casa, a ver qué me inventaba mientras veía cómo se nos iban suspendiendo los conciertos que estaban pautados. Cinco. Diez. Quince. A los días empecé a tener los síntomas: un poquito de fiebre durante dos días, que después se me quito y nada más me dejó los escalofríos. También tenía tos, pero fue cuando empecé con una importante dificultad para respirar que me angustié. Nada más con hablar por teléfono ya me cansaba mucho”.

Mientras en todo el planeta las medidas contra la pandemia se iban globalizando, se hacía obligatorio repensar el uso del tiempo y la energía creativa. En ese mismo teléfono donde leía las noticias también le iban avisando que se suspendía una gira por Europa que lo tenía entusiasmado, la ansiada seguidilla de cuatro conciertos en Japón y los toques que estaban contratados en Estados Unidos. Desde distintos lugares del mundo, en el rectángulo de luz de la pantalla, le iban derribando cerca de cuarenta conciertos, haciendo que nociones como agenda o planificación o proyección internacional parecieran despojos, restos de una vida irrepetible.

Hay un hecho que pueden confirmar con cualquier músico venezolano: apenas le confirman una fecha internacional, el paso siguiente es escribirle a cada uno de los amigos y paisanos que estén en esa ciudad para verse, para oírse, para sonar juntos. El asunto es que en cada una de esas ciudades estaban testimoniando la misma derrota de carteles y convocatorias.

“Y el asunto grave ahí no era nada más la plata, compaíto, que no es poca cosa, sino la música. Cuando la música es lo que a uno lo mueve, tanto en el ánimo como por el mundo, esas giras también son el chance de ver a los amigos que están regados por ahí. Así que era bien complejo echar pa’ lante anímicamente, cuando no podía hacer algo tan cotidiano para uno como tocar en vivo. Ahí, cuando me di cuenta de que no iba a poder ver a mi gente, fue que le di la vuelta. No sólo yo. Muchos músicos le dimos la vuelta a este guayabo haciendo videos y esas cosas, pero también fue una oportunidad para ver a la gente que quería ver y, además, tocar juntos… así fuera con delay”.

Esos días que pasaron entre la declaración de la cuarentena y los síntomas, también le sirvieron para pensar en la manera de sobrellevar aquella impotencia. Si la primera emisión de Compaítos en Cuarentena fue el 24 de marzo, es muy probable que quienes se conectaron en aquella cita digital hayan sido los primeros en ver a Jorge Glem atravesar por el coronavirus.

“A medida que iba haciendo los lives, la gente pillaba que yo andaba con una taza. Era jengibre caliente con miel y limón. Necesitaba frenar la tos como fuera, porque me gustaba cómo estaban quedando los Compaítos…, pero no quería dañarlos con una tosedera. Jengibre y vitamina C, porque te juro que pensaba que era una gripecita normal, que estaba resfriado. Resfriado nada, compaíto: coronavirus”.

El camino para llegar al diagnóstico no fue tan simple. Con el malestar en su punto álgido, sintió la necesidad de ir a un Urgent Care muy cercano. Lo recibieron. Lo hicieron esperar unos minutos. Lo atendieron entre un médico y una auxiliar.

“Cuando me examinaron, el médico me dijo: ‘No veo nada raro, así que vete a tu casa. No salgas y guarda la cuarentena’. Yo ahí mismo reaccioné: ‘Mire, pero ya va, ¿seguro? ¿No será mejor hacerme la prueba? Digo, para descartar y saber’. Me dijeron que no. No podían hacerme la prueba porque la cantidad de infectados para ese momento era enorme y los testeos estaban escasos. Y como muchos de los posibles contagiados se consideraban pacientes de alto riesgo, por la edad o por alguna enfermedad respiratoria, era a ellos a quienes les estaban haciendo las pruebas, para ver si había que internarlos, aislaros, qué sé yo. Me lo explicaron y me dijeron que, mientras la cosa estuviera así, los demás teníamos que pasar nuestra cuarentena en casa. Así que me devolví al apartamento, con aquel malestar y en casa prestada, sin saber si tenia la vaina o no. Eso sí: yo hice lo que me dijeron que hiciera, pero tenía que ocupar el tiempo en algo. Y entonces pensé en los lives”.

Empezó a transmitir Compaítos en Cuarentena a diario pero, cuando volvía a ver algunos de los videos para confirmar si se habían publicado bien, le daba la impresión de que lucía cansado. Lo estaba, pero no sabía que se le notaba. De ahí en adelante, cuando se sentía agotado por hablar, se tomaba el jengibre caliente y retomaba. Sentía que no podía detener el flujo de aquellos encuentros que se había comprometido a hacer todos los días a las cuatro de la tarde. Muchos amigos estaban emocionados con la invitación y hasta habían preparado material. La cuenta en Instagram de Jorge Glem se había convertido en un punto de encuentro y sentía el peso de quien se hace responsable de algo que ya involucraba a mucha gente querida.

“Cuando me sentía un poquito cansado me echaba un baño y ponía la mejor cara. Hasta creo que todo eso me hizo sentir mejor, porque durante esa hora el cuerpo recibía una información distinta a lo que hacía el virus, pero yo necesitaba saber qué tenía. Era imposible saber si me había contagiado. En Nueva York, entre lo que se vive en el metro, tanta gente acumulada todo el tiempo, la alta rotación dentro de los taxis y los ubers, andar a pie, el contacto que tenemos con todas las superficies de la cotidianidad, mientras andas a pie y en transporte público… uno aquí era enormemente vulnerable a tocar cualquier cosa que estuviera infectada, pero no tengo ni la menor idea de cómo me contagié. Y así debe andar un gentío”.

Mientras el malestar aumentaba, el proyecto de las conversaciones y los toques con sus amigos vía 2.0 traía nuevas ideas. Cuando hacía los lives, muchas madres y muchos padres de músicos en formación le escribían a Jorge Glem en los comentarios. Deseaban que algún día sus hijos vivieran la oportunidad de tocar con él y le ofrecían dejarlo oír alguna grabación e incluso ver algún video, pidiéndole un correo electrónico o alguna vía para hacerle llegar aquel entusiasmo filial en formato digital. Así se le ocurrió Chamitos en Cuaretena. Se sentía mal, pero la guataca es inquieta y las ganas de hacer música eran muchas.

“Abrí un correo: chamitosencuarentena@gmail.com, para que los chamitos me enviaran sus cosas. Audios y videos. Y entonces empecé a presentarlos en la cuenta, incluso en algunos casos tocando con ellos. Me puse con eso también porque siento que, dentro de todo el desastre que estamos viviendo los venezolanos, no nos damos cuenta de que hay un futuro enorme, un montón de chamitos que vienen haciendo música, artistas a los que no les prestamos la atención que merecen porque parece que no hay cabida para otras noticias que no sean cosas terribles que estamos viviendo, contar contagiados, contar muertos…”

“Tuve miedo. No siempre, pero tenía mi sustico. Al no saber si era coronavirus, de vez en cuando me daba por creer que estaba paranoico por tanta noticia y creer que sólo tenía una gripecita. Además, en Nueva York existe el malestar del flu y estábamos saliendo del frío, así que eso también me sirvió de excusa. Otras veces le echaba la culpa a la primavera, porque aquí hay tantas maticas y florecitas con polen que a veces afectan. Sin embargo, en un momento decidí ir al médico, pero con otro ánimo. De verdad quería hacerme el examen, porque yo sentía que tenía eso. Ya varios amigos me habían llamado, para decirme que en la prueba salieron positivos. Y aunque también sabía de mucha gente que había tenido coronavirus sin los síntomas, y no conocía a nadie que se hubiera muerto por la enfermedad, sabía de gente. Una amiga de mi mánager, por ejemplo. Y entonces me enteré de que el papá de Wynton Marsalis, el gran Ellis Marsalis, se había muerto por coronavirus. Y, aunque tampoco pude hacerme la prueba, ya tenía la convicción: yo tenía eso”.

A esas alturas en la ciudad habían cambiado algunas cosas. El alcalde De Blasio había firmado un acuerdo con los laboratorios de BioReference para ampliar la capacidad de aplicación de pruebas y elevarla a unas cinco mil diarias. Se habían prohibido los viajes de más de una persona en Uber y Lyft, exceptuando parejas y familias. Y al Departamento de Policía se le había dado la orden de no llevar a las comisarías a ninguna persona arrestada que evidenciara síntomas parecidos a la gripe. Hasta se había considerado la idea de liberar a algunos reclusos.

También hubo buenas noticias: el disco que grabó junto a César Orozco, titulado Stringwise y que los iba a llevar por Berlín, Hamburgo, Múnich, Zurich, Viena, Lyon, Barcelona y Madrid se había ganado el Independent Music Award como mejor álbum instrumental, unos premios muy importantes para la música independiente de Nueva York. Quizás la variable más singular de esta alegría es que no pudieron celebrarlo juntos: más allá de la firme decisión de Jorge Glem de quedarse en casa, César Orozco había dado positivo en COVID-19 unos días antes.

“Luego de pasar como tres semanas, empecé a sentirme mejor. Se me empezó a quitar el malestar, aquella dificultad para hablar y sobre todo el cansancio después de hablar. Me veía menos cansado en los lives, pero también estaba más emocionado al ver la magnitud que estaba agarrando todo aquello. Me llegaban noticias de que muchos amigos y gente cercana había tenido coronavirus. Ya habían pasado casi dos meses y fue recién, hace unos días, que me hice el examen. Una vaina incomodísima, incomodísima”.

El testeo tradicional para el COVID-19 requiere dos tomas de pruebas por hisopado. La primera es orofaringea: con la boca abierta, se introduce un largo hisopo hasta la faringe y se rota durante unos siete segundos, con la intención de levantar el máximo tejido epitelial posible. Sin embargo, ésa no es la fase incómoda sino la siguiente: la segunda toma consiste en que ese mismo hisopo sea introducido unos siete centímetros por una de las fosas nasales y el bastoncillo se vuelve a rotar durante varios segundos, se extrae y se vuelve a introducir por la otra fosa nasal para repetir el mismo procedimiento.

“Me hicieron el examen y salí negativo. Había pasado mucho tiempo y ya el malestar no estaba presente, así que decidí confirmar mi cosa y que me hicieran la prueba para los anticuerpos. Ahí el doctor sí me llamó y me dijo que lo había tenido. Sé que tengo un riesgo importante de volver a tenerlo: vivo en Nueva York”.

Ya el 20 de mayo, el día que Jorge Glem anunció por sus redes que había cumplido su cuarentena poscoronavirus, Nueva York no parecía ser la sede del Apocalipsis. La cifra con el peor promedio de afectados por la COVID-19 se había mudado a la Nación Navajo, una reserva indígena que ocupa parte de Nuevo México, Utah y Arizona: ciento setenta mil personas en setenta mil kilómetros cuadrados, donde más de cuatro mil individuos habían sido testeados positivos, por encima de los mil ochocientos casos por cada cien mil habitantes en Nueva York.

“Creo que no contagié a nadie. Mientras sentí que tenía la enfermedad, decidí quedarme encerrado y resolver con apenas un par de veces una compra que hice con todos los protocolos de protección. Sobre todo proteger al otro. Y aunque me han dicho que si vuelve a darme puede que sea mucho más leve, igual hay que cuidarse y conseguir proyectos para usar bien el tiempo. Cuando empecé a hacer Compaítos en Cuarentena no pensaba que a estas alturas íbamos a ir por más de sesenta encuentros y como ciento cuarenta invitados. Nunca lo vi como algo tan largo. Ahorita lo estoy haciendo de lunes a viernes, pero cuando comenzó fue diario. Ya los fines de semana empezaron a abrirse para otras cosas”.

El sábado pasado tocó en las afueras de un restaurante. Fue raro. Estaba junto a Samuel Torres, premiado percusionista colombiano y su amigo, tocando conga y cuatro nada más. Todos estaban separados por sillas vacías, como cuando en aquella normalidad que hemos dejado atrás el público no había terminado de llegar. Así que ha empezado a preguntarse por el futuro de los concierto. Sus primeras conclusiones lo preparan para que los conciertos al aire libre sean la primera parte de la nueva normalidad, hasta que en un aforo como el Teatro Teresa Carreño se haga un concierto sólo para unas quinientas personas. No le da miedo el ejercicio imaginativo, pero sospecha que habrá que buscar la manera de reutilizar la calles y los balcones, además de algún programa que permita tocar en vivo conectados por la red sin tanto delay entre los músicos.

“Apenas llegue esa aplicación para tocar juntos, puede que cambie hasta la manera de entender los conciertos y los espectáculos. No por el virus, sino por lo que nos permitió ver el virus. Yo no creo que esta nueva realidad dure tanto tiempo. Por eso sigo leyendo sobre el asunto y creo que van a dar con la vacuna, pero esto nos va a transformar. El asunto es que no dejemos que la nueva realidad nos deprima. Es muy fácil caer en la trampa de quedarse deprimido, echado en la casa, porque las cosas ya no son como antes. Más bien apuesto por lo contrario: buscar los vericuetos para salir mejores de las adversidades, con más herramientas y nuevas miradas creativas. Ahí está la música: saquen la cuenta por todo lo que ha pasado, cuántas guerras y cuántas pestes, y siempre sale mejor. Ahí está la música: entera y más fuerte”.


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