COVID-19

Los círculos de la corona

Karina Nunez toca el chelo en su balcón, durante la cuarentena obligatoria en Ciudad de Panama. Marzo 2020. Fotografía de Luis Acosta | AFP

23/04/2020

Los círculos

Al final de su vida mi padre comenzó a perder la memoria. No sé si una vejez sin memoria alarga el tiempo al convertirlo en un absoluto presente o lo acorta al carecer de pasado y futuro.

Una vez le dije para tratar de divertirlo:

—Papá, ¿sabías que cada vez eres más rico?

—¿Cómo así?

—Lo que tienes cada vez se divide entre menos días.

El efecto no fue bueno. Recuerdo su sonrisa triste, confusa, cansada. Aún era capaz de percibir que un día de vida siempre valdrá más que lo supuestamente ahorrado por haberlo vivido.

Me cuenta un amigo que un jerarca del régimen le dijo algo semejante:

—El nuevo plan de la Patria es lograr que se marchen ocho millones de personas. Entonces habrá más para repartir.

¿Será cierta esta salvajada de considerar una solución la salida de nuestro principal capital, vidas venezolanas? Ciertamente lo están logrando, si hubiera algo que repartir.

Georg Simmel proponía que el objetivo de la vida es generar más vida. Esa podría ser una buena medida para evaluar una política de gobierno, el destino de un país, de una ciudad, la salud de un hogar, el sentido de una amistad, de un amor, el equilibrio de nuestro propio cuerpo. 

A través de los diferentes círculos y escalas que habitamos vamos formando nuestra noción de qué significa vivir. Así como nuestro interior es capaz de contener ideas y emociones, al mismo tiempo somos elementos de círculos más amplios, como el cerco formado por esta pandemia que se niega a ser definida mientras nos va definiendo con saña.

Decía Emerson en uno de sus ensayos que el ojo es el primer círculo y el horizonte que forma nuestra mirada es el segundo. A través de la naturaleza esta figura primaria se va repitiendo sin cesar. Emerson lo explica utilizando una bellísima e inquietante frase de San Agustín: “la naturaleza de Dios es como un circulo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. 

Gracias a esta imagen, la cual percibo como una inspiración más que como un dogma de fe, comienzo a comprender que alrededor y en el interior de todo círculo puede emerger otro círculo, que todo final es un comienzo, toda eternidad un instante y cada fracaso una oportunidad.

Al mismo tiempo, por necesidad o egoísta vanidad, solemos caer en la tentación de considerar a algunos de los círculos que nos contienen como sólidos y permanentes, a veces incluso los santificamos con la pretensión de hacerlos inmutables. La vida es un dilema, incluso una lucha, entre la tendencia a aferrarse a una de esas instancias y convertirla en rito, en doctrina, y un alma que busca más allá de los límites establecidos y se expande hacia nuevas órbitas. Por algo el verbo creer se debate en los extremos de lo cierto y lo probable; desde el exaltado “Creo en Dios, Padre todopoderoso”, hasta el sincero pero irresoluto: “Creo que podría ser así”. Esa es la opción que prefiero. En resumen, soy un creyente que cree en dudar. 

Uno de los posibles orígenes de la palabra religión es relegere. Me atrae esa posibilidad propuesta por Cicerón de una lectura continua, insaciable, fervorosa, que abarca ondas cada vez más amplias, guiada por el placer de la búsqueda más que por la compulsión de llegar a respuestas definitivas.

Voy a intentar explorar los círculos donde estoy viviendo durante esta pandemia. Aunque se ha reducido y constreñido mi campo de acción, habito a un mismo tiempo en un cuerpo, en una secular relación amorosa, en una familia, en una ciudad, en un país, en un mundo. Y estoy ofreciendo el listado más físico y clásico. Hay instancias más imprecisas, relacionadas con el tiempo y con pasiones pasajeras, desperdigadas, incluso imperceptibles, a veces inconfesables, y todas se encuentran interconectadas, facilitando así compensaciones, remansos, ajustes de escala, propósitos de enmienda y nuevos designios. La familia puede ser un refugio para los males de amor, la ciudad una distracción para los del cuerpo. Hubo un tiempo en que el mundo era una esperanza ante los innecesarios horrores de nuestro país. ¿Qué sucede entonces cuando el cuerpo está asustado y deprimido, la familia se encuentra dispersa, el país es una causa perdida y el mundo comienza a dar señales de tener un final? Y no he llegado al tema del recalentamiento global.

En este primer ensayo exploraré el círculo del cuerpo, de la pareja y el hogar. En una segunda entrega continuaré ampliando la circunferencia para incorporar la ciudad, el país y el mundo. 

El cuerpo 

El primer círculo, o el más visible y palpable, es nuestro propio cuerpo. Sus límites están definidos por esa superficie que da título a la novela de Curzio Malaparte, La piel. Una de las escenas del libro ocurre durante una elegante cena para los militares del ejército aliado que han reconquistado Nápoles. Aparecen dos mesoneros portando una enorme bandeja con un pez asado que tiene forma de niña. El general Cork exclama con voz temblorosa:

—¡Pero eso no es un pescado! ¡Es una chiquilla!

A lo que responde el propio Curzio, o su alter ego:

—Sí es un pescado. Es la famosa sirena del acuario.

La duda queda en el aire y en los platos. 

Esta es una de muchas escenas estremecedoras que muestran la percepción durante las guerras de la piel, sometida a un continuo “jugarse el pellejo”. En la última escena de la película que la directora Liliana Cavani realizó basada en la novela, un tanque atropella accidentalmente a uno de los napolitanos que celebra la llegada de los americanos ondeando una bandera. La marcha y la celebración continúan mientras queda sobre el asfalto un rastro de tela, de piel y de tripas, y siento en las mías la noción de ser un contenedor y un contenido andante.

Las primeras visiones de nuestro cuerpo están marcadas por lo que Jaques Lacan llamó “El estadio del espejo”. Se refiere al momento en que el niño percibe por primera vez su imagen completa. Lacan afirma que el niño se está reconociendo y a la vez desconociendo al enfrentar una imagen que aún no le pertenece. Tiene razón. Creo recordar haber llegado a lamer mi imagen en el espejo y me asombró su frialdad y su dureza. Hasta ese primer momento de éxtasis jubiloso y desconcertante, solo había visto manos y brazos, los pies y las piernas, el pene y buena parte de la barriga, marcada por el enigmático ombligo, zonas que al ser parciales no llegaban a conformar una unidad. Fue una primera experiencia de división, de escisión, y toma tiempo acostumbrarse al reto de una imagen tan dócil como impávida. Ante un espejo, ¿quién es el seducido y quién el seductor? Hay momentos en que quien contempla se transforma en imagen y es la imagen la que nos observa.

En una de sus cartas a los corintios, Pablo de Tarso les anuncia: “Ahora nos vemos como en un espejo, confusamente; después nos veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente, pero pronto sabré cómo Dios me conoce a mí”. 

Si “espejo” proviene de “speculum”, quiere decir que se trata de un instrumento tanto para mirarnos como para especular. Y en la antigüedad resultarían bastante especulativos al ser superficies de bronce que hacían ver todo más oscuro y difuso. Quizás por esto Pablo los asocia a la confusión de un estado previo a ese límpido careo entre Dios y el hombre. 

El augurio del apóstol de los gentiles, “conoceré a Dios como Dios me conoce a mí”, suena bastante exigente para ambas partes. Conocer desde nuestro cuerpo ese círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna me recuerda un poema de Montejo titulado “Mudanza”.

Mudanzas de uno mismo, de su sombra,

en espejos con pozos de olvido

que nada retienen.

No ser nunca quien parte ni quien vuelve

sino algo entre los dos,

algo en el medio;

lo que la vida arranca y no es ausencia,

lo que entrega y no es sueño,

el relámpago que deja entre las manos

la grieta de una piedra.

Las exigencias de esta cuarentena tienen muy poco de mudanza y, a la vez, tienden a alejarme de mi propio cuerpo, como si se fuese haciendo extraño, tedioso, escindido, de tanto acompañarlo. 

En estos días tan persistentes, tan semejantes entre sí, en que ni se parte ni se vuelve, y frente a espejos con pozos de olvido que nada retienen, he recordado las primeras estrofas de una canción de Elvis Presley:

Tan cerca, y tan lejos del paraíso.

Te estrecho entre mis brazos y el paraíso es mío, 

Entonces desapareces 

como en un juego de niños

y aquí estoy, tan cerca y tan lejos del paraíso.

En la película Fiesta en el harén, Elvis aparece cubierto con un turbante y cantando estas estrofas mientras observa la noche desde una ventana con barrotes. Está preso en una celda con personajes al estilo de Las mil y una noche. Así percibo a mi cuerpo, tan cerca y tan lejos de la vida. A un mismo tiempo estoy fuera de ella y encerrado en ella, asomado a una ventana sin rejas, sin fiesta ni harén, y evitando mirarme, ni siquiera de reojo, en el espejo cada vez más nítido y descarado que me espera todas las mañanas. 

La pareja 

Vamos a comenzar por la versión más biológica, la del emparejamiento. No existe alternativa más fecunda y objetiva para cumplir con la máxima de Simmel: generar más vida. Ya le decía a mi esposa, suspirando en los primeros días de nuestro encierro:

—¿Te imaginas esta cuarentena con cuarenta años menos?

Y para exorcizar mi melancolía, me refugio en algo vulgar que incluyo aquí para la galería:

—Esto olería a caucho quemado.

No podemos salir ni regresar. ¡Qué importa! Si la vida es un soplo, prefiero que sea un suspiro y no un bostezo.

El ceñirnos a la antediluviana sentencia (infinitas veces cumplida, e incumplida) que nos impone dejar al padre y a la madre y formar una sola cosa con “hueso de mis huesos y carne de mi carne”, nos convierte en un espejo penetrable y permeable capaz de compartir temperaturas y erizamientos, palpitaciones y una misma respiración. 

Al mismo tiempo, o en otro tiempo, o en muy poco tiempo, la pareja puede llegar a conocer una separación absoluta, tan virulenta que no podrán ni compartir el mismo oxígeno. Hasta donde sé, no hay otro círculo que ofrezca enseñanzas tan extremas sobre los relativos y ansiosos límites de nuestra piel. Lo que se creyó sagrado y permanente puede hacerse vergonzosamente accidental y profanable; tóxico el alimento de los besos, ensordecedoras las palabras más dulces y sencillas, incluso las de un simple adiós.

¿Cómo no pensar en los pioneros Adán y Eva durante esta cuarentena? Fue ciertamente una pareja que no la tuvo fácil. Encerrados en un corral, sin tradición ni referencias históricas, fueron sometidos a un Dios que pretendía salvarlos con una mentira: “Si comen del árbol de la ciencia del bien y del mal se van a morir”; y a una culebra que iba condenarlos con una verdad: “No morirán. Se les abrirán los ojos y serán como dios, conocedores del bien y el mal”. 

Es tan conmovedor (y tan romántico su potencial) el que haya sido en el reducido círculo de la pareja donde se dio el más original y originario de los pecados, ese peccatum originale originatum, y, de paso, el acto más revolucionario en la historia del hombre sobre la tierra, pues resultó ser un primer, irreversible y total cambio de rumbo. 

Nunca antes —esto es seguro— alguien sacrificó tanto por conocer qué es el bien y qué es el mal. La manzana que cayó ante Newton tuvo menos consecuencias que la mordida y saboreada por Adán y Eva. Sin embargo, han pasado a la historia como unos seres infantiles e ignorantes. Alguna escuela debe haber habido, o la habrá, que los considere un par de valientes sabios y los inmortalice en una estatua sin hojas de parra. 

 Las desventuras de Adán y Eva vienen a ser el primer cuento de la literatura judeocristiana. Dios y la culebra sirven de actores secundarios. Adán y Eva son los protagonistas, las estrellas. 

¿Por qué haría falta ese transitar de lo femenino a lo masculino para desarrollar semejante drama?

Hasta donde sé, Eva no juega un papel importante en la versión del Corán. Tampoco aparece un Árbol del bien y del mal ni hace falta una culebra. Dios solo les prohíbe acercarse al Árbol de la vida eterna. 

¿Por qué entonces hay dos árboles en la Biblia? 

Jehová nunca le prohíbe a sus criaturas que coman del Árbol de la vida eterna. Si hubiesen comido sólo el fruto de este árbol serían unos animalitos inmortales, tan inmutables como una piedra o como el viento. Hacía falta el paso previo de tener conciencia del bien y del mal para llegar a ser como Dios.

En la versión de la Biblia llamada “Reina-Valera”, la culebra explica los efectos de comer el fruto prohibido con una interesante variante:

—No moriréis. Dios sabe que el día que comiereis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como dioses sabiendo el bien y el mal. 

En las anteriores versiones que había leído, la culebra dice: “Seréis como Dios”. El plural “dioses” tiene más sentido, sobre todo cuando Jehová comenta después de sentenciar a los culpables: 

—He aquí, el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, conociendo el bien y el mal; cuidado ahora no vaya a extender su mano y tomar también del árbol de la vida, y coma y viva para siempre.

Comentaba esta variante politeísta con Carlos Brillembourg y me dijo que en una versión genuinamente grecolatina, Dios se entendería con Eva dejando a Adán fuera de juego. 

Siempre he estado obsesionado con esta pareja de ancestros y he tocado el tema en varios ensayos (achaquemos mi insistencia a un exceso de filial devoción). Durante mi infancia de catecismo y Villa Loyola fueron unos abuelos imprudentes, responsables de un mal que solo cura el bautismo. Luego, en los tiempos exaltados de la primera comunión, los desprecié como a un par de idiotas codiciosos. En el fragor de mi adolescencia se convirtieron en amantes gozones que correteaban por una selva plena de rochelas. Más tarde, al irme haciendo menos lujurioso, pasaron a ser figuras desnudas e inmóviles que me observan desde capas de óleo, unas veces con impudicia otras con mal actuada inocencia. En estos días han comenzado a parecerme menos tontos y más humanos, al punto de llegar a pensar: “Mi mujer y yo habríamos hecho la misma vaina”. 

A veces sentimos que la conciencia de nuestra propia condición se oponen a ese lugar de absoluta felicidad y dificultan tremendamente nuestro acceso. Rafael Alberti lo explica en su poema “Sobre los ángeles”:

Silencio, más silencio.

Inmóviles los pulsos 

del sinfín de la noche. 

¡Paraíso Perdido! 

Perdido por buscarte, 

yo, sin luz para siempre.

Así llegamos a estos días de silencios, inmovilidades y falta de luz sobre nuestro destino. 

Quizás Adán y Eva no eran tan felices. Me pregunto si realmente querrían volver al recinto de donde fueron expulsados. Habían pasado todas sus vidas en un huerto cercado con una valla, sometidos a severas reglas y limitaciones. Insisto en que eran animales de corral sumidos en una eterna cuarentena. No en balde la palabra “paraíso” proviene del persa paerdís, “cercado”. Y, de pronto, tuvieron ante sí la oferta de un mundo inmenso, inabarcable, lleno de sorpresas y retos, con dolores y deseos, sudores y trabajos, donde es posible labrar y cazar, parir hijos, edificar ciudades, tocar la flauta, forjar el bronce, sembrar frijoles, cazar venados y hasta asesinar al hermano con la quijada de un burro. 

En fin, todo lo que no podemos hacer en estos días.

El hogar 

Durante esta pandemia el hogar puede ser definido como un espacio íntimo donde se permite la posibilidad de contagio. Dicho de otra manera, donde no se admiten enmascarados. Podríamos hablar del círculo de la familia, pero seríamos imprecisos; no hay una puerta, un límite a traspasar, una misma mesa a la que sentarse y compartir los alimentos.

El origen del hogar está en el fuego domesticado. El hombre primitivo, como todo animal, ha debido temer el resplandor ardiente de las llamas. Aprender a controlarlas y convivir con ellas fue una conquista útil y muy placentera. Ortega y Gasset asegura que para el hombre de las cavernas el primer lujo fue el baño de sauna gracias al fuego. No todas las invenciones son fruto de la necesidad.

 Ahora que lo pienso, el centro de nuestro hogar no ha sido el fuego sino el agua. Es asombrosa la gama de placeres y necesidades satisfechas que se dan entre la ducha y la poceta, unas cercanas al milagro del bautismo, otras con los vahos de moribundos alimentos. El poeta Auden lo resume en una estrofa:

Cientos han vivido sin amor

Pero nadie sin agua

Así fue hasta que nos quedamos varados en estos 50 metros cuadrados ubicados en Nueva York. La pandemia nos agarró de sorpresa. Como ocurre desde hace unos diez años, somos un par de viejos payasos en gira para actuar ante sus nietos, una en Barcelona y cinco en Santo Domingo. Al hacer escala en Nueva York suspendieron los vuelos. Entre lo que entiendo y lo que siento, creo (en su versión más especulativa) que para siempre.

En este hogar de aspecto provisional pero con ínfulas de definitivo, ahora el centro se encuentra en la diminuta cocina. Allí concebimos maravillas que le dan sentido a un tercio de las horas del día. En ese recinto sin ventana se han dado las grandes batallas conyugales y el inicio de una tregua provechosa. Sucede que ella es sacerdotisa del vapor y lo vegetal, mientras yo soy carnívoro y dado a unas fritangas de sólidas humaredas. Necesito la primitiva unción de la grasa que todo lo impregna. Soy un verdadero desastre, al punto que prefiero el olor del envejecido tocino al del sanísimo brócoli y el flatulento coliflor. Ella exige ventilación. Quiere encender el extractor, abrir las ventanas de la sala, la puerta que da al pasillo y hasta el acceso a la escalera de incendio. Yo quiero llegar al sauna de las cavernas que celebró Ortega y Gasset como un signo de sofisticación, convirtiendo todo el mobiliario en algo comestible, incluyendo la ropa en los armarios. Así un apartamento pequeño pasa a ser una cocina inmensa, llena de referencias amorosas: “vuelta y vuelta”, “a fuego lento”, “el baño de maría”, “arrebatar”, “caramelizar”, “a punto de nieve”.

Nuestras altercados llegaron a niveles de gastritis. Son peligrosos los enfrentamientos en un reducto de sartenes y cuchillos. Hasta que hicimos un pacto de paz. En resumen, perdí la batalla. Mi misión ahora es la sumisión y una chuleta de cochino por semana. La he nombrado formalmente “Chica pandemia 2020”. Ideal para pelear y luego contentarse. Ya veremos cómo se porta en la del 2021.

Pareciera que estoy hablando solo de la pareja y continúo varado en ese círculo, pero es que vivimos en un hogar de ausencias, de largas llamadas con videos con niños que hacen actos con disfraces futuristas o inician explicaciones interminables sobre las fantasías de su reclusión, incluyendo largos silencios en los que se asoman cada tanto a ver si continuamos viendo lo que no saben cómo terminar. 

En Barcelona dormíamos en cuartos separados. La gente asocia este tipo de separación a una crisis matrimonial, pero resulta que puede ser un arreglo bastante sensual. A nuestra edad, somos al despertar mamíferos irreconocibles, especialmente los hombres. En mi cubículo, me levanto antes de la madrugada; me baño y borro con jabón los sedimentos de las pesadillas; intento trabajar un poco hasta que oigo remotas señales de que ella está por despertarse. Entonces me aparezco con una deslumbrante bata de Ikea en su parcela, y me siento a su lado hasta verla abrir los ojos. La escena es tan cinematográfica que predomina el difuminado blanco y negro de los años cuarenta.

Aquí en Manhattan compartimos el mismo cuarto, que viene a ser la mitad justa del apartamento, pero hemos encontrado una solución. Yo duermo desde las 9 pm hasta las 4am. Ella desde las 2 am hasta las 10 am. De manera que solo compartimos la misma cama durante dos horas. Ya lo decía Brodsky en sus recuerdos de presidio, cuando el espacio se reduce el tiempo se expande. Y dos horas compartiendo sueños da para mucho. Ese mito de “una noche entera de amor” me suena a insomnio.

¡Cuánto quisiéramos que nuestro hogar fuera el de todos los hijos y todos los nietos! En una época estuvimos a punto de lograrlo. Vivíamos en un edificio que semejaba una aldea italiana e incluía hasta los suegros. Durante varias décadas se mantuvo este milagro de convivencia en una especie de civilizado cuñete (la medida para más de un cuñado). Luego vino la diáspora a bordo de este hogar rodante que avanza sobre un mismo círculo.

No soy un tipo fácil. Me críe bajo la máxima de que nada une tanto a una familia como un hijo poeta, “se unen todos en su contra”. No es que me creyera poeta, sino raro hasta en las proporciones de mi cuerpo. Quizás en la verdadera secuencia primero se es raro, luego la familia y la totalidad del mundo nos encuentra insoportable o difícil de digerir, y finalmente, con algo de suerte, el joven encuentra un refugio en la poesía, o en alguna actividad creativa que justifique su rareza. Entonces comienza a ser distinto. Esta es la cualidad que más aprecio en una mujer, que sea distinta. Nada tiene que ver con las damas distinguidas. Se trata de una cualidad tan misteriosa que juramos ser los únicos capaces de percibirla. 

Desde este hogar, miro por una ventana excesivamente abierta y sin barrotes a una ciudad que poco nos ayuda a mantener ese centro donde la pregunta de qué somos y a dónde vamos deja de acosarnos. He vuelto a sentirme raro justo ahora que estoy haciendo lo que todos hacen. Al frente hay un edificio de oficinas que mantiene las luces encendidas durante la noche para recordarnos que durante el día está igual de vacío. Todo se va haciendo extraño, como una línea aislada en un poema desesperado. 

¿Dónde nos encontramos, amor mío? No estamos ni el paraíso ni en ese mundo inabarcable, insaciable. ¿Qué pecado habremos cometido? ¿Cual ha de ser el juicio, el veredicto y la duración de nuestro castigo?


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