COVID-19

No lo estamos haciendo bien para rescatar la economía

Fotografía de Johannes Eisele | AFP

28/04/2020

Los gobiernos del mundo han anunciado ingentes programas de apoyo para contrarrestar el derrumbe de las economías. Lamentablemente no lo están haciendo bien, porque siguen atrapados en los esquemas convencionales. 

Ahora que han empezado a retroceder las aguas del devastador tsunami que recorre el mundo desde comienzos de año, es momento de iniciar el inventario de los destrozos causados y ver si lo estamos haciendo bien para recuperarnos. El daño ha sido inédito. Por poner sólo dos ejemplos, uno en cada continente, ya sabemos que más de 26 millones de trabajadores estadounidenses (un 17% de la fuerza laboral) se han acogido al beneficio del paro en apenas cinco semanas desde el inicio de las medidas de aislamiento social a mediados de marzo. En España, casi cinco millones de trabajadores (el 22% de la fuerza laboral), entre empleados y autónomos, se han acogido a expedientes de regulación (suspensión) temporal de empleo, sin contar los casi 900.000 que en marzo dejaron de cotizar a la Seguridad Social y terminarán algún día engrosando las cifras de desempleo. El FMI prevé que el desempleo en España llegue al 21% a fin de 2020. La caída del consumo se estima entre un 30% y un 40% y la del PIB total en un 10%. Y todo este desastre ocurre a pesar de un enorme esfuerzo de gasto fiscal, que llevará el déficit español a cerca del 12% sobre el PIB.

De gran magnitud ha sido también la respuesta de la mayor parte de los países desarrollados para enfrentar la crisis, como se aprecia en el cuadro de Programas de Apoyo COVID-19. Los programas suelen tener tres componentes:

1. Ayuda fiscal inmediata: gastos en el sistema sanitario, subsidios por suspensión de empleo, condonación de contribuciones, etc.

2. Diferimientos de impuestos, contribuciones a la seguridad social, pagos de servicios, etc.

3. Liquidez y garantías: líneas de crédito garantizadas para empresas, asistencia de liquidez, garantías de exportación. 

Los dos primeros componentes reflejan el esfuerzo fiscal inmediato, mientras que el tercero se materializará eventualmente en el futuro. 

Lo primero que llama la atención es la disparidad en la potencia del “bazuca” fiscal de cada país. Alemania se puede dar el lujo de comprometer recursos (inmediatos o potenciales) hasta el 60% del PIB. Francia, Reino Unido y Estados Unidos oscilan entre el 15% y el 25% del PIB, mientras que España llega al 11% y Grecia al 4%. El caso de Italia es atípico –¿cuándo no?–, porque su ayuda fiscal inmediata no llega al 1%, mientras que los diferimientos y las promesas futuras de liquidez y garantías llegan a 43% del PIB. 

Lo que cuenta para enfrentar el desastre inicial es el poder de fuego inmediato. Es importante, por lo tanto, prestarle atención a la cifra de ayuda fiscal inmediata. Únicamente Alemania, Estados Unidos, Reino Unido y, en menor medida, Francia tienen el músculo para movilizar suficientes recursos fiscales inmediatos para enfrentar los daños de la pandemia. Italia, España y Grecia, por el contrario, no podrán gastar directamente más del 1% del PIB, cifra que luce totalmente insuficiente. Y ni hablar de la potencia fiscal de la mayor parte de los países en desarrollo, incluyendo toda Latinoamérica, donde la bazuca parece más una pistolita de agua frente a la llamarada del COVID-19.

Es difícil a estas alturas estimar cuántas de las empresas cerradas “temporalmente” serán capaces de volver a abrir. Lo que sí sabemos es que reabrir no es tan fácil como girar la llave, y menos cuando la demanda se ha derrumbado también. En muchos casos, por desgracia, la suspensión temporal se convertirá en cierre permanente, con lo cual se perderán para siempre esas capacidades productivas y el país emergerá más pobre de la crisis. 

Adicional al problema de la disparidad de potencia fiscal, la respuesta mundial a la crisis económica se ha basado hasta ahora en un enfoque errado. No han hecho caso los gobiernos del mundo desarrollado a lo que expertos estaban recomendando al inicio de la crisis, que era sostener vivas las empresas a como diera lugar mientras pasaba el COVID-19. Aun cuando las cifras anunciadas para la primera ronda de intervenciones parecían razonables, los gobiernos no han sabido luego pensar “fuera de la caja” sobre la forma de ejecutar las intervenciones. Están queriendo aplicar esquemas basados en el crédito, a sabiendas de que prácticamente nadie va a poder devolver ese dinero. Lo pretenden canalizar a través de las mismas estructuras que tradicionalmente administran préstamos y avales públicos, las cuales no se caracterizan por su agilidad. Un mes después de iniciado el programa de salvamento, el ICO en España apenas había desembolsado un 5% de la línea de avales aprobada para empresas, algo muy grave, porque en esta cruzada por salvar empresas el tiempo es esencial. 

Las economías habían sido puestas en coma inducido por efecto de las cuarentenas generalizadas; de lo que se trataba era de mantener los signos vitales de las empresas, cubrirles sus costos operativos (sin hacer preguntas) y preservar los empleos. Tampoco había que entrar en discusiones sobre cómo se iban a financiar los programas de emergencia o cuál iba a ser el impacto sobre el déficit fiscal. Al final, si los mercados financieros se llegasen a mostrar reacios a comprar los bonos emitidos por los Estados, existe el recurso al financiamiento monetario por parte de los bancos centrales, lo que recientemente se ha dado en llamar gráficamente el “dinero de helicóptero”. Muchos economistas sólidos y reconocidos han justificado y apoyado esta forma “no ortodoxa” de financiar la emergencia.

Una vez más, al igual que en la Crisis Financiera Global de 2008-2009, todo apunta a que los Estados Unidos emergerá mejor parado y con mayor celeridad de la crisis que el resto del mundo occidental. La Reserva Federal está haciendo y hará todo lo que sea necesario para resucitar la economía. Por muy despiadado e inequitativo que sea el modelo económico norteamericano, lo cierto es que su desregulación laboral le permite cerrar y abrir empresas con celeridad. Y no olvidemos tampoco que el gobierno norteamericano goza del “privilegio exorbitante”, como una vez lo calificó el presidente francés Giscard d´Estaing, que le otorga su condición de emisor de la moneda hegemónica mundial, lo cual le permite emitir cantidades ilimitadas de deuda, que luego termina “pagando” con el dinero que la misma Reserva Federal emite. Bonito negocio.

Más difícil lo tiene Europa, particularmente la eurozona, cuyo banco central es propiedad de 19 países y no tiene permitido financiar a gobiernos individuales, salvo que exista un acuerdo colectivo (además de mucha creatividad para circunvalar los estatutos del BCE…). Este acuerdo luce muy difícil por la brecha ideológica que divide al norte y sur de Europa, en la que el norte no está dispuesto a relajar los principios de austeridad, control del déficit fiscal y limitación del endeudamiento público. Tampoco está dispuesto a abandonar el principio de la responsabilidad individual de los países. El sur, dentro del que se auto incluye Francia, considera que la extrema gravedad de la crisis del coronavirus justifica y exige que haya solidaridad entre los países europeos y que los costos de los más afectados –los del sur– sean compartidos por todos. Los mecanismos propuestos por el sur son varios (emisión de bonos comunes “perpetuos”, financiamiento del BCE, presupuesto comunitario de reconstrucción), todos ellos con un fuerte componente de solidaridad. 

A fines de abril todavía Europa no se ha puesto de acuerdo en cómo armar un paquete de recursos para apoyar a sus miembros en la mitigación de los daños económicos de COVID-19. El monto en discusión ronda alrededor del millón de millones de euros. Las divergencias entre los países europeos giran principalmente alrededor de cómo compartir cargas para que los países receptores de los fondos no sean nuevamente arrojados por los mercados financieros al infierno de los países sobre endeudados e inviables fiscalmente, como sucedió en 2010-2012 y casi le cuesta la vida al euro. Los países del sur no tienen forma de repagar en un tiempo previsible los recursos que recibirían. 

Esta vez, Alemania ha hecho un gran esfuerzo por tender un puente entre norte y sur. No quiere repetir los errores de una década atrás. Su realidad política interna, sin embargo, al igual que el credo ordoliberal que circula por los tuétanos alemanes, le hace muy cuesta arriba la tarea de “mutualizar” los costos de la crisis. Los países austeros y disciplinados del norte no quieren hacerse cargo solidariamente de las deudas que asumirían los indisciplinados países del sur en el marco de la emergencia de la pandemia. En nada ayuda tampoco el éxito de Alemania en el manejo de la pandemia. Al igual que en la crisis del euro, se les hace muy difícil a los alemanes entender que tienen que pagar la factura de los platos que otros han roto por no hacer bien las cosas. 

La única forma de salir de este embrollo sería hacer que el Banco Central Europeo adquiriera los bonos que se emitan para enfrentar la pandemia y los dejara perpetuamente en su balance. Para los ortodoxos del norte eso sería anatema, aparte de que contravendría la prohibición expresa al BCE de financiar a los gobiernos. Como es altamente improbable que los europeos se pongan de acuerdo sobre este asunto tan álgido, lo que probablemente hagan sea patear la lata calle abajo, dejar que los gobiernos se endeuden y luego “mirar hacia otro lado” cuando al BCE no le quede más remedio que rescatar a los países endeudados al borde del colapso. 

Distinta, y más grave todavía, es la problemática de los países en desarrollo. La falta de tests y/o de transparencia oficial hace difícil calibrar la magnitud real de la pandemia y la fase en la que se encuentra cada país, pero nada permite suponer que no van a tener una gravedad similar o peor a la que han vivido los países europeos. Prácticamente ningún país en desarrollo tiene hoy holgura fiscal para armar programas de apoyo en magnitudes acordes con la recesión que se les avecina. Los capitales hace tiempo que ya han buscado refugios más seguros y los países están muy endeudados. Si tuvieran la posibilidad de emitir deuda en sus propias monedas y luego hacer que el banco central la compre y cree así nuevo dinero, buena parte del problema estaría resuelto. Lamentablemente, en las circunstancias actuales de poca holgura, el fantasma de la inflación y la devaluación se encargará pronto de ponerle límite a la emisión de dinero de los bancos centrales (salvo en dictaduras a las que no les importe la hiperinflación).

Esta situación desesperada ha hecho alzar la voz de mucha gente pidiendo al mundo desarrollado que declare una moratoria de la deuda de los países en desarrollo o que simplemente la condone en los casos más graves. Los ministros del G7 se mostraron dispuestos en su reunión del 14 de abril de suspender temporalmente el servicio de la deuda bilateral y privada (cerca de 32.000 millones de dólares) de 76 países pobres, sobre todo africanos. Pero son los entes multilaterales (FMI, Banco Mundial y bancos regionales de desarrollo) los que tienen la llave de la solución del problema de financiamiento de estos países. Tendrán estos entes que conceder también moratorias del servicio de deudas existentes, pero esto no bastará. Se necesitará también el otorgamiento de nuevo dinero, pero éste no podrá tener la forma tradicional de nueva deuda con condiciones. Para empezar, no hay forma de que los países pobres paguen nunca esa deuda. Sumarla a la carga de deuda ya existente es perpetuar el engaño de que esos países algún día puedan honrarla. 

Debe ser el FMI quien asuma el liderazgo en este problema. Esta institución es el único “prestamista de última instancia” del que disponen los países pobres. El FMI puede crear su propio dinero mediante la emisión de Derechos Especiales de Giro. Sin pretender aquí entrar en las complejidades técnicas de este asunto, lo que importa resaltar es que está en las manos de los grandes socios del Fondo permitir que se cree ese dinero y entregárselo a los países necesitados sin que se convierta en una nueva losa de deuda sobre sus hombros. Espero que los países ricos hayan aprendido la lección: la brutal expansión de la pandemia ha dejado claro que no hay dónde esconderse en esta aldea global.

***

Miguel Ignacio Purroy es economista, politólogo, autor del libro Alemania y la crisis del euro. Una hegemonía fallida.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo