COVID-19

Pandemia y psique

Fotografía de Pascal Maramis | Flickr

19/04/2020

Es inevitable pensar en gravedades cuando escuchas una estampida de maletas y el edificio donde vives se vacía de un día para el otro. Unas fiestas que comenzaban a la mañana siguiente en toda la ciudad, quedan suspendidas, y la casera te llama para prolongarte el contrato, cuando te había anunciado que hasta esa semana podías quedarte porque estaba llegando mucha gente a Valencia, España, y los precios se hallaban en alza. En Italia, estaba muriendo mucha gente. Una rara enfermedad producida por un virus amenazaba la convivencia. La confirmación la tendría el día siguiente. El presidente del gobierno de España anunciaba el estado de alarma y el cierre total del país.

Enfermedad   

La enfermedad y la muerte acechan. Se posan en todo aquello que hemos inventado en nuestro titánico progreso para hacernos la vida útil y segura. Es una paradoja. Nos cuesta aceptar la incertidumbre como reto psíquico, mientras la rebelión de la naturaleza impone un punto de inflexión. No vemos lo que nos enferma, pero puede estar en el beso de una hija, en el abrazo del amigo, en el pomo de la puerta. 

La enfermedad, allí donde aparece, señala una debilidad que se descubre sin ser detectada, rompiendo nuestro discreto equilibrio. Un punto muerto en la psique que se hace cuerpo físico de manera imperceptible. Crónica o aguda, encarna nuestro instinto destructivo, que es autónomo. No corre en paralelo opuesto con el eros que abrigamos por la vida, ni con los instintos que componen su estructura.

Las enfermedades infecciosas no escapan a ello. El fallo del sistema inmunológico también es un síntoma de algo que desconocemos. En otras palabras, bien sea en un individuo o en una sociedad, la enfermedad quiebra la armonía y crea una crisis donde la confusión es el síntoma cardinal. La falta de orientación su consecuencia.

Ocurre en el cuerpo vivo, donde se hace imprescindible un cambio de actitud. Se necesita un paso diferente en el quehacer de las cosas. Una nueva perspectiva, para permanecer con vida, mientras la fuerza de lo destructivo sigue su curso, y una vez más evadimos el destino.

La enfermedad es una forma de aprender de nuestras complejidades más inconscientes y a las que menos atención conferimos. Es justo allí donde se ha colado la debilidad. Estar enfermos es, en sí, una iniciación en otros aspectos de la existencia; un paso más allá en la madurez, si es que lo permitimos, y permanecemos con vida.

Infección

La pandemia que estremece al planeta toca aspectos que conciernen a la vida íntima. El confinamiento es un ejemplo. Cada uno tiene una vida por vivir, bien sea dentro o fuera de casa. La decisión nos pertenece. En estos momentos no hay escogencia.

Sostenerse ante lo impredecible, sobre todo en nuestras sociedades -que buscan incesantemente la ficción de seguridad, el confort y la creación constante de bienestar-, es una de las tareas reprimidas por el designio de una vida mejor, con tiempo para la creatividad y el ocio. Aunque sea decisión incuestionable de la humanidad, por momentos se nos olvida que somos vulnerables.

Al nacer, entramos en contacto con algo que nos pertenece, nutre y transmite defensas, pero que es diferente a nosotros. Es inevitable que el hombre se toque a sí mismo. Es una manera de reconocerse, y a la vez, toque cosas extrañas a su cuerpo. Es una de las formas de entrar en relación con lo desemejante, lo ajeno a él. De aprender de aquello de lo cual se carece de conocimiento y, si es necesario, de crear defensas ante lo destructivo. 

Que la pandemia signifique que no podamos ponernos en contacto con el virus, y que a este lo lleven otros, iguales pero diferentes a ti, así sean cercanos, implica un salto impredecible en la evolución. No podemos entrar en contacto con aquello que nos es diferente, por peligroso o atractivo que luzca. Estamos ante la pureza de lo incorruptible como imagen y única posibilidad de vida, asumida de forma literal, y eso es una imagen poderosa para la psique.

Aunque la observación no fuese real, que gran parte de la población mundial se vaya a contagiar, es preocupante. Cuando aparece lo puro, lo más seguro es que se ponga en alto la bandera de lo inflexible, y lo estrictamente correcto. Esto no es nuevo. Lo virginal siempre ha estado allí. Lo que sí es novedoso, es que la información es globalizada y todas las plataformas comunicacionales dan cuenta de la situación. 

La necesaria información ha hecho que la erupción de emociones y conductas afines a la infección sean masivas. Por ejemplo, la obsesión por la limpieza y la distancia con el otro. Ese es otro tipo de contagio no menos importante. En sueños, cuando alguien tiene una pesadilla donde se infecta, una de las tantas aproximaciones posibles, es que está en contacto con algo distinto, algo que va a cambiar su estado psíquico actual para transformarlo en otro. Va a cambiar los instrumentos por medio de los cuales intenta adaptarse a un mundo interior y exterior, que se ha modificado. Es un significado formidable. Necesitamos exponernos ante lo extraño para sobrevivir, para ser otros. Aunque en la realidad literal de hoy, tengamos que desecharlo. 

Incubación

Si se observa lo que sucede, tenemos que las sociedades actuales han arrojado un peso excesivo al mundo de las sensaciones exteriores. Mostrar cuán bien vivimos, vender el mejor producto, identificarnos con aquello a lo que hacemos propaganda creemos, nos hace conocidos entre desconocidos. Así vivimos en una participation mystique virtual.

Es sabido que las empresas tecnológicas dedicadas a hacernos públicos, son de las más rentables del planeta. Con la publicación virtual de lo íntimo, quizá nos hemos descompensado con el mundo del afuera. Se ha colocado un peso excesivo en la extroversión.

Como observación curiosa, la infección que recorre el mundo, tiene que ver con el cuerpo psico-físico, pero adentro. Ha obligado a la población a confinarse, a guardarse. Y aunque las redes sociales desde la intimidad, sean una ventana con el mundo exterior, por el momento hemos perdido el roce social, un aspecto de lo tangible.

Cabe preguntarse en este caso, si no será una compensación de la balanza, lo que la realidad está exigiendo a la vida psíquica del hombre. Los síntomas psíquicos que han tenido lugar en el confinamiento: miedo, obsesión por la limpieza, paranoia ante algo invisible, peligroso, y depresión, tienen que ver con el aislamiento, y la proximidad a un mundo que se nos hace amenazante. Es cierto, pero en el fondo, quizá a lo que más tememos es a nosotros mismos. 

Hay unos síntomas que, como referencia, nos traen una imagen. Al parecer, una de las muchas formas como debuta el contagio, es con la falta de olor y sabor, sentidos vinculados estrechamente a los instintos más básicos. Allí donde la enfermedad tiene su lugar, su espacio. Entre otras cosas, acerca a milímetros de los instintos. Aquello que afecta a una colectividad, por contraparte, sujeta al individuo al mundo interior, al ámbito de emociones y de los instintos.

Estrecharse a los instintos -lo más primitivo que tenemos para defendernos-, da lugar a terrores que sólo conciernen al individuo, pero también forman parte del género humano, y pertenecen a la noche de los tiempos. Todas las emociones que se han despertado necesitan incubación, aislamiento. Quizás así se pueda vislumbrar una nueva forma de existir, quizás no muy diferente a esta, pero al menos, con otra perspectiva. 


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