Un mundo sin bocas (Caminatas en pandemia I)

Venezolanos caminando en Sabana Grande el 3 de junio de 2020. Fotografía de Federico Parra | AFP

27/06/2020

 

Cuando empecé a salir al “mundo allá afuera” me dirigía a pie a los mercados, abastos y farmacias. Al cruzar la puerta de salida del edificio se rompía la barrera entre lo íntimo y la incertidumbre de lo externo.

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Camino de dos a tres horas diarias en direcciones aleatorias. Desde Chacao he incursionado a Libertador, Baruta y Sucre. En extremos opuestos he llegado a pie hasta la última barrera de la avenida Urdaneta cerca de Miraflores, hacia el oeste, o hasta la Redoma de Petare hacia el este. He caminado hacia el Sur hasta La Trinidad. Antes de salir cumplo la ceremonia: me llevo los guantes desechables, tapabocas, lentes de protección, gel, dos trozos de papel, un gorro para el sol y una pequeña botella plástica de agua, así como un antiguo celular sin línea que uso solo para tomar fotos. El reloj lo dejo en casa. Me llevo, por encima de todo, el ánimo de observar.

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En las calles me encuentro un mundo sin bocas. Al venezolano, acostumbrado a tantas crisis y padecimientos, le dicen que tiene que usar la mascarilla y todo el mundo la lleva sin dudarlo. Cuando observé a las personas con el rostro cubierto me vino un fogonazo del memorable inicio de Lolita de Nabokov: “Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar hacia abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes”. 

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Por la boca comemos, besamos, hablamos, forma parte de nuestra expresión facial, ahora incompleta.  Con la mitad del rostro tapado parecemos extraterrestres. No es el planeta T-ierra, sino el plantea T-apabocas. Con la boca cubierta las miradas se vuelven enigmáticas. Los ojos resaltan más. Es difícil distinguir si son miradas de miedo, indiferencia, atracción, asco, odio, maldad, egoísmo, compasión, generosidad, empatía, lo que sea, no se puede decir con certeza. Hay que aprender a descifrar las medias caras.

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Tengo la costumbre de observar lo que la gente va dejando en el piso: papeles, objetos, cualquier cosa que me pueda dar luces para interpretar a la ciudad. En los días del operativo militar por la escasez de gasolina prolongada en el país, paso cerca de la bomba PDV GN Blandín y, frente a lo que era Motolandia, me tropiezo con papeles religiosos en forma de panfletos, una foto de un señor moreno con lentes, vestido de traje, como sacado de una sesión de Góspel de un domingo en Harlem. Hay una tarjeta de invitación escapada de un sobre azul:

Nos encantaría que nos acompañen
en
la Ceremonia Religiosa
a
celebrarse
el
sábado veintiuno de abril de dos mil siete
a las
doce del mediodía
en la
Iglesia San José de Chacao
Caracas, Venezuela

Leopoldo y Lilian

Estacionamiento Colegio San Ignacio de Loyola

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Busco en las redes y, en efecto, la boda se realizó el 21 de abril de 2013. Hay una bonita foto de una pareja que parece realeza en el trópico, una imagen que calza para alguna revista sobre famosos. Transmiten alegría, ilusión, esperanza, los ojos les brillan como dos optimistas empedernidos, dueños del mundo y de la alegría sobre la tierra. ¿Qué se hubieran imaginado, en ese momento, el cauce de los acontecimientos futuros y cercanos?

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La primera vez que fui a comprar al mercado y la farmacia eran pasadas las tres de la tarde. En las calles no había un alma y la cuarentena se había decretado apenas unos días antes. Una cuarentena severa a pesar de que los casos de contagio eran pocos. La gente especulaba que se debía más a la escasez de gasolina. Me invadía una sensación extraña, entre el miedo y la aniquilación. No circulaban carros. No había gente, “como si hubiera llegado una peste”. ¡Já! ¿Dónde se ha metido la humanidad? Una ciudad fantasma. Salí con algunas bolsas de un local y del otro, perdido en la soledad hueca de las calles.

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En el mercado había un hombre con un letrero guindado sobre el cuello: “Exijo democracia”. No sé si este señor usará ese letrero cada vez que sale o solo cuando va al mercado. Es un convencido, un soñador con algo de exhibicionista. La terquedad es la que a veces logra los propósitos. 

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En una plaza veo una fila de carros diplomáticos estacionados uno tras otro. ¿Qué hacen allí reunidos? ¿Qué estarán decidiendo? Hay tres guardias en puntos distintos de la zona. Aparece el único carro en movimiento que he visto en todo el trayecto y los guardaespaldas ponen las manos en las pistolas. El carro va lento, ajeno a su entorno.

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Las aceras están llenas de hojas caídas de los árboles. Debo haber parecido el único sobreviviente de una catástrofe, como el hombre que junto a su hijo cruza el territorio estadounidense, rumbo al sur, en el libro La carretera de Cormack MacCarthy, en medio de un paisaje quemado por lo que parece un holocausto nuclear o el apocalipsis y donde llueve ceniza. Algo de eso, así sea una pizca, lo entona la calima que se cuela durante varios días. La hemos sufrido intermitentemente en estas semanas, el olor a quemado constante que hace juego con el color sepia con el que me encontré a Caracas luego del regreso, y que le da una fachada espectral a la ciudad.

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Pareciera que algo va a estallar de pronto entre tanto silencio.

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Frente a una casa de cuidado para la gente de edad avanzada colocan un letrero con las normas de higiene durante la pandemia. Camino por la acera y me echo a la calle al pasar por allí y una señora mayor me agradece por mantener la distancia.

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En el Centro Comercial Chacaíto hay una larga fila de carros con tanques de agua de plástico amarrados en el techo. Me encuentro en el piso un papel de unas instrucciones de una empresa de ingeniería giradas al Banco del Tesoro para movilizar la suma de $14.729,00, que serán debitados de una cuenta en moneda extranjera. 

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Paso al lado de la escultura cinética de Jesús Soto, Cubo vertical azul y negro. Como hay mucha brisa, el choque continuo y multiplicado de los metales que cuelgan produce sonidos expectantes como de una película de suspenso. Camino hacia Sabana Grande. Me doy cuenta de que, al cruzar el límite entre los municipios Chacao y Libertador, hay muchos más comercios abiertos. De lo que era antes la sede de Libros del Sur salen hombres con cajas de comida que cargan en un camión. Un letrero dice Funda Comunal (Fundación para el Desarrollo y Promoción del Poder Comunal). Libros por cajas CLAP. Del otro lado de la calle un letrero grande #NoMásTrump está colocado en una entrada custodiada de Barrio Nuevo Tricolor. Atrás había dejado pintas de #NoMásDictadura. Poca gente compra, no hay dinero. Eso sí, todo el mundo, salvo contadas excepciones, lleva tapabocas.  Hay espacio de sobra en el bulevar para mantener la distancia social. Cada quien anda en lo suyo. 

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A medida que avanzo me encuentro con la única aglomeración dentro de una agencia Banesco. Sacar en efectivo de un cajero una suma que será como mucho una décima parte de un dólar no merece la pena. Afuera, un hombre grita: “Compro oro, compro oro, compro oro por plata, compro euros”. Alguien vociferaba: “No tenga miedo. Pruebe el queso de Carora. No le vamos a cobrar”. Una tienda tiene un letrero: “Se aceptan billetes rotos. Se aceptan Petros”. El canto de un dólar se oye entre los buhoneros: 7 cigarros por un dólar; los yesqueros a un dólar; un bolígrafo y una libreta a un dólar; dos litros de yo no sé qué a un dólar. La calle “real” de Sabana Grande dolarizada.

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En la calle Baldó, adyacente al bulevar de Sabana Grande, unas letras grandes rojas de PDVSA ancladas al piso como esculturas y al lado aparatos para entrenar al aire libre. Un grupo de jóvenes hace flexiones, planchas, abdominales, levantamiento de pesas. Se oye una música rapera a todo volumen. Creo que suena Cotiza Calle Carabobo, recuerdo el video de esa canción. Me siento en El Bronx.

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Un hombre vestido con un traje cuadriculado y corbata lleva puesto guantes rojos y mascarilla roja. Pareciera tener un propósito pero deambula. Un tipo con bigotes, sentado en la punta de un banco, lee en voz alta un libro de García Márquez, no logro distinguir el título. Me da rabia que hable sin usar el tapabocas. Su desprecio a la amenaza del virus tal vez se deba a una mezcla de machismo, soberbia, desconsideración, falta de empatía, rebeldía autodestructiva, osadía mortal o espontaneidad caribeña incontrolada. Sus gotitas de saliva no son ajenas a los tiempos del cólera.

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Como a mitad del bulevar hay dos policías de Libertador. En un banco tienen detenido a tres hombres que no portan tapabocas. Uno de los oficiales con un megáfono en mano vocifera advertencias. Se oye alto inclusive cuando uno se va alejando, un monólogo que se repite con variaciones:

Ciudadanos y ciudadanas. Venezuela te necesita sano. Quédate en tu casa. No salgas a la calle si no es necesario. Tú eres importante para Venezuela. Ayer se registraron varios casos. Es obligatorio el uso del tapabocas. Mantén la distancia. Estamos en cuarentena social, señores. Esto no es una gripecita. Esto es un virus muy peligroso que mata a la gente. Quédate en tu casa y quítale la corona al virus. 

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Me desvío hacia el Callejón de la Puñalada. Una pareja de hippies en la entrada ofrece alguna artesanía. Veo los distintos murales de esa calle ahora solitaria. Hay muchos afiches de la película Extra Terrestres, un film venezolano del 2017, cuya temática resalta la tolerancia: “Una historia de amor vista desde otra galaxia”.

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 Avanzo hasta el final del bulevar y llego al legendario Gran Café. Me sorprende que todavía esté en pie. Tiene una puerta abierta y hay unos panes largos y decadentes en el mostrador, nada más. Veo en la segunda planta artículos de prensa guindados en las paredes. Recuerdo que vine hace unos cuantos años con unos amigos a tomar ese buen café con crema chantilly. En aquella ocasión, una señora se me acercó a pedirme dinero y como no le di nada, me jaló la oreja durísimo. Todavía puedo sentir el jalón.

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El Radio City está al cruzar la calle. Me asomo y veo una representación enorme de Chávez y un torniquete de entrada. Un teatro Art Deco convertido en espacio revolucionario con acceso controlado. La mutación de los tiempos. Alberto Hernández narra en El nervio poético sobre la época de oro de la zona en los años sesenta, el lugar de reunión de escritores de la Pandilla de Lautréamont: “Sabana Grande es el centro del mundo. Ombligo de la irreverencia, de los disidentes, de conspiraciones: el nudo con que la imaginación poética le tapa la boca a la incertidumbre”.

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Cada vez que regreso de la calle sigo el mismo protocolo. Abro la puerta de entrada del edificio con un papel. Subo por la escalera para evitar el ascensor. Al entrar echo gel a las llaves, al celular, a la cédula, a los lentes de protección y a la botellita de agua. Me quito los guantes, echo alcohol a la suela de los zapatos y los pongo al sol. Luego voy al baño a lavarme las manos cantando dos cumpleaños felices, siempre con los nombres de mis hijos: Ariana y Guillermo, alternados. Luego me quito la mascarilla que también pongo al sol, me quito la ropa y me ducho. 

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Los atardeceres se cargan de una extraña tonalidad que se traga el resentimiento.

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El otro día en una calle pensé que me asaltaban, un grito grave y alto detrás mí, volteo a la velocidad de mis reflejos, el hombre se disculpa, me dice que está llamando a un amigo. Con el fulgor de ese grito me pregunté hasta qué distancia habrán caído sus gotitas de saliva sin tapabocas. Me imaginé sus partículas gritonas aterrizando en mi pelo. No me puedo llevar las manos al pelo, tengo que evitarlo. Según un artículo reciente de El País, la tos lanza de 1.000 a 3.000 gotitas, hablar unos minutos entre 100 a 6.000 gotitas, y estornudar unas 40.000 gotitas. Somos máquinas de echar gotitas. 

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En la Venezuela de la escasez los tapabocas abundan. Esa es una de las paradojas de esta cuarentena. Conozco gente que pasó penurias en Estados Unidos para conseguir las mascarillas, muchos las ensamblaron en casa. ¿Cómo es que en España no había tapabocas? ¿Dónde quedó el Primer Mundo? Hay muchos tipos con sus diferentes nomenclaturas en las farmacias caraqueñas, como modelos de fusiles de asalto. El que más uso es la del tipo pato N-95.  

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Empecé a usar gel unos días antes de nuestro regreso desde España el 10 de marzo. Mando una foto de las palmas de mis manos enrojecidas a un dermatólogo y me dice que tengo dermatitis por el exceso de uso de gel. Me manda una crema con esteroides (a pesar de que, el uso de esteroides, me advirtió, no estaba recomendado en pandemia), que solo fuese una pequeña cantidad durante diez días.

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“No tengáis miedo”, palabras emblemáticas de Juan Pablo II, escritas en un mural en la Francisco de Miranda. Dichas en otro contexto, ahora parecen dirigidas a la actitud correcta ante la pandemia. Combatir el miedo, vivir el presente, no preocuparse por el futuro que genera ansiedad, ni por el pasado, que genera culpa y arrepentimientos, interpreto. A unos pocos pasos de ese grafiti hay una pequeña plaza con una estatua del papa que tiene un tapabocas puesto. Un hombre orina en una esquina. Como Juan Pablo II lleva el crucifijo alzado con las dos manos, con la mascarilla puesta parece que estuviera haciendo un conjuro contra el virus.

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La soledad y el viento pegan como un presagio de dolor en varias calles. 

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No sé por qué en las caminatas, aparte de letreros que invocan lo religioso, veo ofertas de compra de colchones, nuevos o usados, por todos lados. ¿Es que acaso la gente desecha los colchones y los reemplaza en épocas de crisis como la que se vive en el país desde hace mucho? Acá todo tiene una razón de ser, un negocio. Nada es gratuito. ¿Colchones para invadir edificios?

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Recuerdo que hace un tiempo al edificio al lado del nuestro llegó una horda en una camioneta, se presentaron con almohadas, cobijas, colchones, listo para ocuparlo. Reventaron la puerta de entrada y comenzaron a penetrar de manera violenta. Un propietario de un apartamento, desesperado, empezó a disparar a diestra y siniestra por las escaleras y eso los ahuyentó, las balas rebotando al azar, me lo imagino como una comiquita letal. Recuerdo también que una vez sacaba yo un trámite en el centro. Alrededor de las cinco de la mañana (había que llegar a las cuatro para ver si daba chance de legalizar un documento en Cancillería), vi un grupo de hombres y mujeres caminado en fila con almohadas, cobijas y colchones cruzando la avenida Urdaneta, como si fuese un operativo, parecido al que fracasó en la toma del edificio de al lado. “Se compran y repararan colchones nuevos o usados”.

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Veo murales con grafitis que evocan a los muchachos de la Resistencia, muchos están con los rostros cubiertos. En la calle Elice de Chacao hay uno con un sweater morado con el cuello que le cubre hasta la nariz y lleva una gorra. Los pelos se desparraman de lado y solo se logra ver algo de los ojos. Protestas y COVID-19 se unen en una imagen. Represión y prevención. 

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En la plaza El Indio de Chacao descubro una pequeña placa entre ocre y marrón con un marco que resalta una multitud de rostros jóvenes: “En honor a nuestros héroes. Cayeron luchando por la libertad”. Enfrente de esa plaza hay un restaurante con un muro de piedras donde está escrito en letras grandes la consigna: “ESTO ES CARACAS. ZONA DE GUERRA”. 

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Una casita vieja que hace esquina en el casco histórico de Chacao, que parece sacada de la novela de Miguel Otero Silva, Casas muertas, tiene afuera unas nostálgicas pintas en aerosol que dicen: “Rebelión civil. #350/333”.

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Las chicharras siguen sedientas con su canto. En un mural la leyenda: “Libertad al pueblo pemón”. 

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Camino por la Francisco Solano. Me encuentro con un tallo de un árbol donde se ha esculpido una estatua de Cervantes, justo enfrente de un taller de motociclistas que hablan duro y envalentonados. Cervantes les da la espalda desde el rígido tallo.  Me imagino que Don Quijote está a punto de estallar y arreciar con su lanza. Avanzo un poco más y veo a grupos dispersos de jóvenes poco amigables de miradas malintencionadas. Me pregunto qué impulso me lleva a indagar y reencontrarme con la ciudad en medio de la pandemia: “Más, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero”. Don Quijote, de tanto leer novelas de caballería, se sentía un caballero armado. Ficción y realidad. Temor y fantasía. Caminar provisto solo de sentido común.

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En la avenida Francisco Solano todavía siguen en pie los nombres de algunos restaurantes italianos emblemáticos: El Rugantino, Restaurante Franco, Castellino (ahora una venta de productos básicos), El Molino que antes era Al Vecchio Mulino, Sorrentino, Da Guido, veo todos esos nombres y un pasado perdido, como si los letreros fuesen espejismos o parte de un sueño. Me da pesar un hombre canoso, con sweater rojo, tiene cara de italiano y frente de la entrada de uno de los locales con el anuncio de comida “solo para llevar”, sostiene un pote de desinfectante en su mano enguantada. Está dormido, la cabeza cabizbaja, en posición de derrota. Un poco más adelante, en la esquina de la calle que baja hacia un derruido edificio tomado con fotos de Maduro y de Chávez en los balcones y ventanas, un muchacho come de la basura.   

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A veces pienso que camino desnudo, a la buena de Dios. Al mismo tiempo siento una extraña seguridad, como si no me fuera a ocurrir nunca nada.

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Veo una pinta sobre un quiosco: “Si Chávez los tenía locos, Maduro los va a tostar”. Creo que son palabras ciertas. 

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Avanzo un poco, me conjugo con los habitantes de los distintos edificios de la Misión Vivienda o aquellos ocupados ilegalmente. Mantengo la distancia social, siempre voy en repique, calle acera, calle acera. Cruzo hacia Plaza Venezuela. Los que ofrecen las rutas de autobuses vociferan a grito pelado los destinos. ¡Quedan 5 cupos… quedan 4 cupos… Catia, Catia, Catia… quedan 3 cupos! Veo que el distanciamiento social no se cumple. En la estación de metro está un oficial que recibe los salvoconductos.  

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Me siento atraído por un edificio que da la sensación de una realidad futurista. Tiene varias tonalidades de grises. Veo a oficiales vestidos de uniforme y, dentro, unas enfermeras con traje blanco. ¿Pero qué lugar es este?, me digo, viéndolo con asombro desde la acera del otro lado. El edificio parece una torre de oficinas de un mundo mecanizado. Sin embargo, hay un aire distinto marcado por los militares ¿o policías?, tienen trajes grises, cargan fusiles, detrás de ellos un vasto estacionamiento. De uno de los pisos intermedios sobresale una terracita con tres mesas solitarias. Hay un gran ventanal con cajas de papeles o material de oficina apilados. Las tonalidades oscuras del edifico, las enfermeras, los soldados. Recuerdo de aquella vieja película futurística Brazil, con Terry Gilliam y Rober De Niro, los edificios grises, los trajes grises, las fuerzas del orden grises, como los grises que observo en este inquietante edifico. Distopia en la pandemia en el presente. Un mundo sin bocas es también un mundo de censura. Tapabocas y bocas que se tapan. Me viene a la cabeza un cuento H.P. Lovecraft: “Los hombres de más amplio intelecto saben que no existe una verdadera distinción entre lo real y lo irreal; que todas las cosas aparecen tal como son tan sólo en virtud de los frágiles sentidos físicos y mentales mediante los que las percibimos”. 


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